LEPANTO.
Ajenos a la muerte
dormían. Una madrugada la traía de la mano. Pero el pueblo, asomado al mar de
Granada, dormía. Un perro ladró a los hombres que entraban en la minúscula
plaza, un golpe de espada lo destripó y el animal, con las entrañas colgando,
se arrastró chillando hasta una puerta. Un hombre en camisa y de ojos
somnolientos, abrió la puerta y se quedó
con la boca abierta al ver a los hombres armados. Pensó en gritar, pero sólo
pensó, una saeta le atravesó la garganta y su sangre, roja y espesa, cayó sobre
el perro que yacía a sus pies. Sangre de hombre y sangre de perro se mezclaron
y la locura estalló.
Gritos de miedo, de guerra y muerte, patadas en las puertas,
gemidos y llantos … Sonó un disparo y un hombre armado con una hoz cayó con el
pecho destrozado. Todo había terminado.
Mehmeht al-rumi, sonrió satisfecho al contar los cautivos
que pronto vendería en el mercado de Argel. Mehmeht al-rumi se puso a calcular
a cuanto ascenderían sus ganancias. Luego recordó su vida. Había nacido cristiano, pero
siendo muy niño fue llevado a Constantinopla para convertirse en jenízaro. Fueron
años duros. Años de humillación, privación y entrenamiento. Luego la lucha, el
combate, la guerra, la riqueza…. Podría haberse retirado a gozar de lo ganado,
pero para entonces sólo sabía hacer una cosa: matar. Así que se había
trasladado a Argel, había comprado una galera y se había hecho aún más rico
asolando las costas de España. Aquello le gustaba, pues Mehmeht al-rumi era
tuerto y eso se lo debía a una espada española blandida en Lepanto por un
soldado de ojos grises y extraña cruz de oro al cuello. Pero de eso hacía ya 16
años.
Una muchacha se revolvió contra un berberisco que la
intentaba manosear, el grito atrajo la atención de Mehmeht que se fijó en la
muchacha y quedó asombrado. Era hermosa, arrebatadoramente hermosa. Mehmeht,
fascinado por la muchacha, dio dos zancadas hasta ella, le propinó un puñetazo
al berberisco y la tomó de la barbilla con delicadeza para alzarle el rostro.
-¿eres virgen?
La mujer, asustada y sorprendida a un tiempo al ver que el
alto y desfigurado guerrero hablaba español, asintió.
-quizás no te venda….-murmuró Mehmeht.
Un minuto más tarde emprendían el camino hacia la costa en
donde una galera los esperaba.
Sí, los esperaba y desde
las alturas Juan de Monteagudo, soldado en las Alpujarras, Lepanto y Flandes,
observaba la larga línea de hombres, mujeres y niños que marchaban por la
quebrada senda que llevaba al mar.
Juan de Monteagudo había oído el disparo desde su hacienda. Sabía
que las únicas armas del lugar estaban en su casa y, con la intuición del
hombre que ha respirado la guerra, supo lo que tenía que hacer. Llamó a gritos
a sus hombres, a Miguel el cojo, un antiguo compañero de armas y a siete labriegos.
Armó a la pequeña partida con viejas armas; luego tendió un arcabuz y una
pistola a Miguel el cojo que acababa de
ceñirse la espada y se armó de idéntica manera.
Cortaron camino por el monte y se ocultaron en la loma que
se alzaba sobre el camino que llevaba desde la aldea a la playa.
-¡Ya vienen!- susurró
Miguel el cojo.-veintiuno contra nueve.
-
Sé contar y los dos sabemos
matar-contestó Juan con una sonrisa.- se sentía a gusto, casi exultante, hacía
seis años que había dejado los tercios y acababa de darse cuenta de que los
echaba de menos.
-
¿Ya?-preguntó Miguel con una sonrisa en
los labios y señalando con una mirada a los siete improvisados soldados que los
seguían.
No es mal sitio para morir-se limitó a contestar Juan.
Ni mal día.- añadió Miguel
¡Santiago!- gritó Juan al tiempo que descargaba su arcabuz
sobre el pecho del primer berberisco y sacando la espada se lanzaba loma abajo
sobre el resto.
-Santiago!-gritó Miguel el cojo arrastrando su lisiada
pierna y matando de un disparo a un turco de roja barba.
Mehmeht al-rumi no se dejó intimidar por los nueve hombres
que se les echaron encima. Con la habilidad de un antiguo Jenízaro sacó la espada
y con tres pasos se colocó frente a un hombre que blandía una pica oxidada.
Mehmeht esquivó la pica y con un giro de la muñeca abrió la garganta de su
atacante. Un segundo después paró un
golpe de espada con maestría y sus ojos se abrieron de par en par pues delante
de sí tenía al hombre de ojos grises y extraña cruz al cuello que años atrás,
en Lepanto, lo había dejado tuerto.
Mehmeht saltó sobre Juan de Monteagudo, pero este supo parar
el formidable mandoble del jenízaro, al tiempo que le daba una patada en el
pecho. La espada de Juan se alzó para dar muerte a Mehmeht, pero un berberisco
se interpuso blandiendo un descomunal alfanje. Juan respondió dándole un tiro
en la cara que esparció los sesos del hombre.
Mehmeht, de nuevo en pie, aprovechó la distracción para
lanzarle una estocada que le hizo retroceder y trastabillar. Mehmeht le dio un
empujón que terminó por tirarlo al suelo y le posó la espada en el ojo.
-¿te acuerdas de mí?- preguntó con voz ronca y en un español
vacilante.
Juan no contestó y Mehmeht,, presionó con su espada sobre el
párpado del español.
-hace 16 años, en Lepanto.-le susurró con odio y se dispuso
a sacarle el ojo.
Pero no lo hizo. Pues algo se le había clavado en la
espalda. Mehmeht, sorprendido y con la primera bocanada de sangre en los labios,
se volvió y entonces la vio. Era la muchacha. La muchacha de arrebatadora
belleza. La que, un segundo antes del ataque había decidido no vender. Mehmeht,
aún con el asombro en los ojos, murió.
La lucha había terminado. Miguel el cojo se acercó a Juan.
-¿lo conocías?
Lepanto.- respondió Juan y acarició el crismón que llevaba
al cuello.
Ánimo Pepe
ResponderEliminarGracias Manolo
ResponderEliminar