viernes, 30 de marzo de 2012

RECUERDOS

 Recuerdo tantas cosas.
 Recuerdo la blanca nieve de las montañas
 Suspendida entre dos azules infinitos
 Y mil verdes distintos
 Por la mano del sol Pintados
 Con bronce y oro etéreos
 Sobre las hojas de los grises y altos álamos.
 Recuerdo peces de plata
 Nadando bajo las claras aguas
 Y el rayo y el trueno desgarrando
 El cielo atormentado.
 Recuerdo una luna amarilla emergiendo
 Sobre un horizonte anaranjado
 Y el azul, el rojo y el verde en un fuego atrapados.
 Recuerdo tantas cosas…….
 Habito en mi recuerdo.
 En él construyo casa y mercado.
 Compro y vendo recuerdos
 Para construir nuevos sueños
 Que lleguen hasta mí como liebres
 O como versos de niños:
 Ligeros y simples.

jueves, 29 de marzo de 2012

LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.


    LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.





  Octubre del 554. Italia, junto al río Volturno y no lejos de Capua.



 Juan de euchatia se echó las paberas del yelmo sobre el rostro. Al instante el mundo cambia. Sus ojos sólo ven lo que ante él hay y lo que ante él hay es una masa burbujeante de bárbaros. 30.000 salvajes alamanes y francos formados en una apretada cuña de escudos erizada de lanzas, hachas y espadas. “cabeza de jabalí”, así llaman los germanos a aquella formación en cuña. Una formación que, paso a paso, segundo a segundo, se aproxima a las filas romanas. 18.000 veteranos de las guerras danubianas e  itálicas comandados por el viejo Narsés.

Setenta y seis años. ¿Cómo puede un viejo de setenta y seis años mantenerse sobre un caballo luciendo una armadura y esgrimiendo una espada? No es la primera vez que Juan de Euchaita se pregunta eso y sin embargo allí está el viejo Narsés: Con la capa ondeando tras de él y bien erguido sobre su caballo de guerra. Sereno como una estatua. Firme como una roca. Como si aquellos 30.000 bárbaros que gritan como demonios y piden sumuerte, la de él y la de sus 18.000 soldados romanos, fueran un accidente más del terreno.

Alguien grita una orden y Juan de Euchaita desenfunda su gran arco corcovado y lo encorda. La masa bárbara está ya a punto de chocar con el centro de la formación romana. Un centro formado por dos Meros de infantería pesada: diez mil veteranos equipados con yelmo, cota de mallas, grebas y escudo y armados con lanza, espada y hacha.

Retumba sobre la llanura un belicoso trueno y Juan aprieta los dientes cuando el “Colmillo del jabalí”  bárbaro choca contra los escudos de la infantería romana. El suelo tiembla por el encontronazo y la locura toma posesión de la tierra.

Vuelan las franciscas, las hachas arrojadizas de doble hoja tan queridas por los francos; se alzan, amenazadores, los angones, las pesadas lanzas de larga punta de hierro en cuya base se retuercen dos ganchos mortíferos. Los bárbaros gritan, maldicen, jadean, pelean, matan y mueren. La punta de su formación en cuña rompe las primeras líneas y va abriéndose paso por el cuadro romano que forma el centro de las líneas de Narsés.

Pero aunque la cuña germánica avanza, el cuadro romano resiste. No se disgrega. Los hombres que lo forman. Los miembros de la reconstuida infantería romana, mantienen su formación, su disciplina y su valor. Sus espadas, sus lanzas, sus hachas, se están cobrando un alto tributo en vidas germanas y sus escudos se mantienen en alto, unidos entre sí. Resistiendo, perseverando, aguantando aquel aluvión de hierro forjado para la guerra, de cuero, madera y carne que es la cuña bárbara. Una cuña que, no obstante, prosigue, inexorable, su avance.

¿Dónde están los dos mil guerreros hérulos de Sindual? Se pregunta Juan de Euchaita y su pregunta es la pregunta de todo un ejército. El día anterior los federados hérulos anunciaron que no pelearían. Era su forma de protestar por la ejecución de uno de sus jefes. El muy salvaje había asesinado a uno de los sirvientes del campamento por el imperdonable error de no haber lustrado bien su armadura. Pero aquello era un ejército romano. Allí imperaba la ley y el viejo Narsés la aplicaba sin que le temblara la mano. Así que el viejo había ordenado la inmediata ejecución del jefe hérulo.

Sí, y ahora los hérulos se negaban a luchar. Narsés, como para recordarles su traición, había dejado vacío el lugar que debían de haber ocupado en las líneas romanas.

¿Por qué no se ponía nervioso el viejo? Allí estaba, a la izquierda de Juan, con una fría sonrisa en su barbilampiño rostro de eunuco. Contemplando, cin que se le agriara el rostro, como la cuña germana penetraba más y más en las filas de la infantería romana.

La orden que Juan esperaba y temía llega al fin: -¡Cursu mina!- Gritan los oficiales del ala derecha romana y 2.500 caballeros romanos caen sobre el flanco izquierdo de la cuña bárbara. Son la muerte cabalgando. 2.500 arcos se tensan y 2.500 caballeros romanos apuntan hacia la masa bárbara sin aflojar el galope de sus caballos de guerra. 2.500 negras flechas surcan el frío aire de aquella mañana de Octubre y una lluvia de hierro azota la formación bárbara.

Caen centenares de bárbaros ensangrentando el suelo que pisan y llenándolo de cadáveres y heridos. Mueren atravesados, cosidos a flechazos. Maldicen, amenazan, pero las flechas caen, negra nube tras negra nube, sobre ellos. Juan cabalga salvajemente arriba y abajo de la línea germana. Su mano izquierda toma dardo tras dardo de su carcaj. Dos disparos,cinco, diez, quince, veinte, treinta…… ya no le quedan flechas. En apenas Quince minutos 75.000 flechas romanas han caído sobre la masa bárbara. Esta, como un animal herido, se tambalea, duda, gime, se arrastra. Pero aguanta.

Los bárbaros han caído por miles bajo la lluvia de saetas. Pero siguen peleando y la punta de su cuña penetra más y más en las líneas romanas de infantería. Esta resiste en un alarde de disciplina y valor, pero si los bárbaros logran traspasar por completo el centro romano podrán girarse a izquierda y derecha y todo estará perdido.

Juan, sin dejar de galopar, toma una de las dos jabalinas que lleva a la espalda. Tira de las riendas de su caballo y lo dirige de nuevo hacia la formación bárbara. Cuando está a menos de cinco pasos de las filas germanas, frena a su caballo y lanza la jabalina. El arma se clava profundamente en la garganta de un alto guerrero alamán y Juan lanza un grito de triunfo, al tiempo que obliga a su montura a retroceder,girarse y ponerse de nuevo al galope para escapar. Una francisca, una de esas mortales hachas de doble hoja, pasa silbando junto a su cabeza y Juan se echa sobre el cuello del caballo en busca de protección. Al hacerlo, sus ojos se posan de nuevo sobre la inmóvil y ahora lejana figura de Narsés. Sigue donde estaba. Una serena figura que parece ajena a la muerte y a la locura que gira en torno suya.

Un bramido triunfal se eleva desde las gargantas bárbaras cuando la punta de su “Colmillo” rompe la última fila de la infantería pesada romana y sale fuera de la apretada formación en cuadro de los romanos. Pero pese a todo, los infantes romanos no rompen su formación, no huyen, ni sedispersan   y a una orden, una orden que les llega desde un rojo estandarte que en la lejanía se abate con furia y desde las pesadas notas de una retorcida tuba, giran a inquierda y derecha y juntando sus escudos caen sobre los flancos de la cuña bárbara clavada en las entrañas de su formación.

Juan acaba de lanzar su segunda jabalina y desenvaina su larga espada de caballería. Es la hora del último esfuerzo. Su tagma de 500 hombres se agrupa bajo las órdenes de su tribuno y carga sobre el flanco y la retaguardia bárbaras junto con los otros cinco tagmas de caballería del ala derecha romana.

No cargan solos. Una nueva llamada de las tubas saca de un bosque situado en el ala izquierda romana a otros 2.500 jinetes pesados que hasta ese momento habían permanecido ocultos y que están comandados por los duqes Valeriano y Artabanes. Una nueva ola de hierro y músculo cae sobre el desvalido flanco derecho b´bárbaro y ello al tiempo  que un millar de infantes ligeros romanos avanzan desde la retaguardia y desde los flancos para caer sobre la punta de la cuña germana y frenar su avance.

La batalla está en equilibrio. Juan de Euchaita lo sabe. Ha peleado en muchas batallas y sabe que esta se decidirá en el próximo cuarto de hora.

Las 75.000 flechas que llenaban los carcajs de los 2.500 jinetes del ala izquierda romana ya han sido lanzadas. Miles de germanos agonizan sobre el suelo encharcado con su propia sangre y aún así resisten y su presión sobre el centro romano es ya insoportable. Ni siquiera la disciplinada infantería pesada romana restaurada por Justiniano puede aguantar semejante castigo.

Y en ese momento suena un cuerno de guerra y los 2.000 hérulos de Sindual. Los hombres que esa mañana se negaban a luchar, avanzan para ocupar su sitio en la batalla. El desprecio de Narsés ha podido con su rabia. No podían soportar la afrenta que suponía contemplar como los romanos peleaban solos dejando su lugar, el lugar que correspondía en las filas romanas a los hérulos,  vacío. Aquel hueco en las filas romanas era un grito reprobador y por otra parte, sindual, el jefe hérulo, se ha dado cuenta de que la batalla está en equilibrio y que una victoria romana es tan posible como una germana. Sabe que si los romanos vencen ese día ajustarán cuentas con él y con sus levantiscos hombres. Así que sindual ha decidido ocupar su sitio y pelear. Sabia decisión.

Los 2.000 hérulos de sindual avanzan escudo con escudo y su impacto sobre la punta de la cuña bárbara es demoledor. La castigada formación germánica estalla en mil pedazos. Se deshace y sus flancos se disgregan. La hora de la matanza ha llegado y Juan de Euchaita libera de su garganta el salvaje alarido que los hombres de su tierra, allá lejos en las montañas del Ponto, lanzan al caer sobre las presas acorraladas.

Los jinetes romanos abaten sus espadas una y otra vez sobre los ahora atemorizados germanos. Muchos de ellos arrojan sus armas y escudos para poder correr. ¿Correr? Sí, pero hacia la muerte.

Las filas de la infantería romana, pese a ver sido tan golpeadas, se vuelven a cerrar y avanzan sobre la masa bárbara al tiempo que las alas de caballería se abaten sobre ella formando una bolsa de muerte y desesperación. Los germanos son acorralados junto al río Volturnus. Allí el suelo queda anegado por la sangre derramada. No hay cuartel. Las lanzas, hachas y espadas de la infantería romana caen sobre la enloquecida muchedumbre germana como si se tratara de una gigantesca y multiforme guadaña. Los jinetes romanos cargan una y otra vez sobre los bárbaros, comprimiendo más y más a la agonizante masa. Muchos alamanes y francos piden piedad. No la obtienen. Llevan casi dos años saqueando Italia, devastando aldeas y ciudades; violando,  asesinando, robando….. hoy se ajustan cuentas en Italia y la sangre germana las saldará.

Algunos germanos se lanzan a las revueltas y crecidas aguas del río Volturnus. Muchos se ahogan, otros son alcanzados por las flechas, piedras y jabalinas que los arqueros, honderos y venatores de la infantería ligera romana les lanzan desde la orilla. Sólo cinco exhaustas figuras alcanzan la otra orilla. El resto, 30.000 francos y alamanes, yacen sin vida, ensangrentados y rotos, sobre las tierras que baña el Volturnus.

Juan de Euchaita se levanta las paberas del yelmo y el mundo vuelve a girar en torno suya. A lo lejos, inmóvil,impasible, firme y frío como una helada montaña, puede verse al viejo narsés.

narsés espolea a su caballo y llega junto a las aguas del Volturnus. Uno de sus bucelarios grita algo y Narsés conduce a su caballo hasta él. Un bárbaro gigantesco, un hombre ensangrentado y vestido con una larga cota de mallas desgarrada por múltiples golpes de lanza, hacha y espada, busca afanosamente un poco de aire con el que llenar sus pulmones. Agoniza y en él la vida es tan ténue como un infantil recuerdo. Narsés contempla sus largos cabellos apelmazados por la sangre, su enredada barba, sus largos y fuertes brazos. Todo en él habla de fuerza y salvajismo. Es Butilis, el jefe de los bárbaros alamanes y francos que ese día han perecido allí, junto al pardo Volturnus.

El jefe bárbaro levanta sus empañados ojos y mira, feroz e impotente, al menudo general romano.

-Viejo del demonio…….-Le espeta con una voz rota que parece más el gruñido de una bestia que la voz de un hombre.

Narsés no se inmuta. Su sonrisa, la misma que sus labios han mostrado desde que comenzara la batalla, permanece intacta, serena, inalcanzable para el insulto y el odio del jefe germano.

-Estás muerto.-Contesta al cabo Narsés.-Muerto……. tus guerreros alimentarán esta noche a los lobos y a los buitres. Piensa en eso mientras mueres. En eso y en los romanos, mujeres, niños y hombres, que tú y tu banda de salvajes habeis asesinado en Italia.

-Volveremos……. Mi pueblo volverá y arrasará estas tierras. Somos más fuertes que vosotros, viejo…….. Somos más fuertes que los romanos. Mi pueblo permanecerá…….-le replica el jefe bárbaro con un último esfuerzo.

-Sólo Roma permanece, bárbaro. Solo roma es eterna y yo, Narsés, soy su espada.





    LA RESTAURACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.



 La recuperación de la infantería pesada en los ejércitos de Justiniano fue uno de los mayores éxitos de su política militar y, paradójicamente, el que permanece en el más absoluto olvido por parte de los historiadores. El De rei militari[1]  de Flavio Renato Vegecio, compuesto a fines del siglo IV o en los primeros años del V, nos informa de que la infantería romana había abandonado la sana costumbre de llevar el yelmo, la cota de mallas, el peto y las grebas. Vegecio cuenta que el responsable de tal desaguisado fue el emperador Graciano (375-383), quien, ante los ruegos de los soldados, les permitió desprenderse de estas protecciones, útiles pero pesadas y fatigosas de llevar en los entrenamientos diarios y en las marchas[2]. Dado que la infantería romana seguía peleando en orden cerrado, en filas ordenadas y escudo con escudo, la decisión de Graciano fue letal para el ejército romano: apiñados en las ordenadas filas, protegidos sólo por el escudo y por un caparacete, las tropas romanas eran ahora fácil presa de las flechas y de los venablos y jabalinas de los bárbaros. Y si se llegaba al cuerpo a cuerpo –antes situación sumamente ventajosa para las legiones– los infantes romanos eran ahora tan vulnerables a los lanzazos y mandobles de las armas enemigas como lo eran los bárbaros frente a las armas romanas, pero con el problema añadido de que, al disponer en su apretado orden de combate de menos facilidad de movimiento del que disponían sus enemigos (alineados en formaciones no regulares y más sueltas), eran un blanco más fácil para las armas de corto alcance de sus contrarios, del que éstos representaban para las de ellos. Por todo lo dicho, las formaciones romanas, incapaces de aguantar la granizada de proyectiles, o de soportar el encontronazo con la cuña bárbara, se disolvían y eran derrotadas con facilidad y, a menudo, aniquiladas[3].

No obstante, la infantería seguía siendo el arma más numerosa del ejército romano y a lo largo del siglo V y del primer tercio del VI, siguió desempeñando el papel principal en las batallas de la época, logrando –aunque muy raramente– la victoria, como en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), pero obteniendo, con mucha mayor frecuencia, sonoras derrotas, como la que sufriera frente a Alarico en 410, en la vía que conectaba Rávena con Roma; la de Soissons (486) frente a Clodoveo, o la recibida por la infantería de Anastasio de manos de los persas frente a Nisibe (503).

Justiniano debió de llegar a la conclusión de que, dado que la infantería mantenía su táctica de pelear en orden cerrado, era urgente volver a dotarla de armas y entrenamiento adecuados para que pudiera pelear eficazmente. Así la infantería recuperó protagonismo poco a poco, a lo largo del siglo VI. En Daras (530) y en Calínico (531), sólo una pequeña parte de la infantería estaba armada adecuadamente para formar en orden cerrado y constituirse así en una pieza eficaz en la batalla. Por ello, Belisario se limitó a situarla tras trincheras defensivas y a darle un papel puramente estático y de control de la posición previa[4].

En 554, en la batalla del río Volturnus, la infantería pesada de Narsés aparece ya armada, a lo largo y ancho de todo el cuadro central, con yelmo de metal dotado de protectores para la nariz y las mejillas, cota de mallas, peto, escudo y en la pierna derecha, al menos y con frecuencia en las dos, con grebas[5]. Resultado: la infantería no se limita a encajar el tremendo golpe de la formación en cuña de los 35.000 alamanes y francos que se le vienen encima, sino que, rehaciendo disciplinadamente su quebrada línea de batalla y en el momento decisivo (como había hecho en los viejos días de gloria anteriores a Adrianópolis) avanza, espada y lanza en mano, empuja hacia atrás al enemigo y, en mitad de una matanza espantosa durante la cual los infantes de Narsés no pierden el orden, lo desbanda hasta el río donde los bárbaros son arrojados.[6]

De esto concluimos que, en algún momento entre 527 y 552 (como hemos visto, el proceso estaba en mantillas en 530) la infantería de Justiniano recuperó su armamento pesado y en consecuencia, pudo volver a luchar y vencer tan eficazmente como antes. A partir de las campañas de Narsés en Italia podemos ver cómo la infantería recupera protagonismo y lucha con éxito en los diversos frentes. Así, en una batalla de la guerra librada con Persia en Cólquide y el Cáucaso (554-557), la infantería resiste la carga de la caballería persa y la hace retroceder; o en la gran batalla de Melitene (575), la infantería de la Romania formó un cuadro tan sólido y disciplinado que, escudo contra escudo y protegida por sus yelmos y armaduras,  quebró las cargas de caballería y las granizadas de dardos que el Shahansha persa Cosroes I ordenaba, logrando al cabo poner en fuga al ejército en tal desorden que el “rey de reyes” persa sólo pudo salvarse cruzando apresuradamente el río y en mitad de un pánico tremendo, sobre el lomo de su elefante[7]. O incluso en 636, en Yarmuk, el avance en orden cerrado de la infantería pesada del Magister militum per Armeniam, Jorge, estuvo a punto de inclinar la victoria del lado de los romeos[8]. Lo impidió, en último término, el quebrado terreno y la traición de gran parte de los contingentes de los nobles armenios y de los filarcas gasánidas, permitiendo a los árabes envolver y destrozar a la infantería del magister Jorge.

Todavía daremos un último y directo testimonio a favor de nuestra tesis de la recuperación por Justiniano y sus sucesores de la infantería pesada, de sus armamentos y de su tradicional forma de combate: el orden cerrado. Es el proporcionado por Jorge de Pisidia, que fue testigo directo de la campaña del emperador Heraclio contra los persas en 622, el cual recoge en los siguientes versos el entrenamiento de su ejército:



La formación de los ejércitos seguía un preciso orden: primero los trompetas, después las falanges de los portadores de coraza, los lanceros, los arqueros y de los armados de espada. Terrible se elevaba el tumulto de las cotas de malla entretejidas de hilos de acero, sobre las cuales, el fulgor del sol, rompiéndose con mutuos reflejos, mandaba relampagueantes resplandores.

Cuando aquéllos que estaban formados como enemigos cerraron firmemente sus filas, se vió una muralla de bastiones acorazados, y, llegados a chocar uno contra otro las divisiones de los dos partidos, por todas partes rechazaron asaltos furiosos las espadas contra los escudos y los escudos contra las espadas.”[9]



¿Qué tenemos aquí? Una vez más la evidencia vívida y trasmitida por un testigo directo de que la infantería bizantina de este periodo estaba armada como una infantería pesada; es decir, provista de cota de mallas y de coraza. Así como de que dicha infantería peleaba en orden cerrado, escudo contra escudo, en filas ordenadas y apretadas.

Es el estudio atento de todo lo anterior, lo que nos lleva a afirmar que fue durante el reinado de Justiniano cuando se produjo una elevación de la capacidad de lucha de la infantería y cuando ésta recuperó su armamento pesado, si no del todo, sí en buena medida. Puede que sus sucesores la descuidaran un tanto, ya que Tiberio y Mauricio mostraron su predilección por la caballería pesada de lanza y arco. El autor del Strategikon se queja indicando que la infantería necesita nuevamente de atención, pues es indispensable para lograr la victoria[10]. Pero pese a todo, la infantería de línea no volvió a caer después de Justiniano en los bajos niveles de antes del 530 y se mantuvo en un nivel de equipamiento y eficacia bastante aceptable hasta por lo menos el 641.

Su armamento, según aparece en Agatías y el Strategikon[11], era el siguiente: yelmo con protectores para las mejillas y la nariz, a veces incluso con visera; cota de mallas larga, complementada a menudo –especialmente para los soldados que formaban en las primeras filas– con peto o coraza, grebas de metal y a veces de madera, escudo elíptico del mismo tipo que se había impuesto entre las legiones a partir de la segunda mitad del siglo III, espada larga del modelo “hérulo”, y lanza pesada y larga. A veces y en especial entre las primeras filas, se añadía una pesada y larga hacha a esta formidable panoplia.





[1] El segundo tratado militar más influyente de la historia, sólo superado por el De la guerra de Von Clausewitz (1780-1831). La obra de Clausewitz tuvo y tiene aún una enorme influencia, no sólo en el ámbito militar sino también en el político, diplomático, filosófico y literario. Hasta entonces, la obra militar de referencia era la de Vegecio, quien, por ejemplo, era el autor favorito de Napoleón: Clausewitz, K., De la guerra. Madrid, 1992.
[2] Vegecio: lib. I, XX, 3-11.
[3] Arther Ferrill ha hecho hincapié en esta circunstancia y la ha situado como centro de su explicación de las causas militares que llevaron a la caída del Imperio Romano de Occidente: Ferril, A., La caída del Imperio Romano..., op. cit., pp. 124-129.
[4] Procopio, Guerra persa: lib. I, 13. 
[5] Agatías: 2, 8,1-5. Debido a la complejidad de los términos militares que Agatías emplea en este pasaje hemos preferido usar para el mismo la traducción que M. Morfakidis Filactós, profesor de filología griega de la Universidad de Granada y director del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, nos ha ofrecido gentilmente y que pone de manifiesto no pocos detalles que quedan ocultos en la simplificada versión que Ortega Villaro nos ofrece en su traducción española de la obra de Agatías.
[6] Agatías: 2, 9,1-13.
[7] Teofilacto Simocata: III, 14, 1-11.
[8] Agatías resalta numerosas veces el destacado papel de la infantería pesada en los combates, por ejemplo, vid. Agatías: 3, 20,1-10. En cuanto a Yarmuk, puede consultarse la monografía de D. Nicolle, Yarmuk 636 a. C. Madrid, 1995, pp. 65-66 y sobre todo el capítulo que Haldon dedica a la batalla: Haldon, J., The Byzantine Wars..., op. cit., pp. 59-66. Un análisis más superficial y moderno en Weir, W., 50 batallas.., op. cit., pp. 177-181.
[9] Jorge de Pisidia, Expeditio persica: I, 130-140.
[10] Strategikon: XII, B. Así lo expresa el autor en el preámbulo del lib. XII de la obra dedicado en exclusiva a la infantería.
[11] Agatías: lib. 2, 8,4-5; Strategikon: XII, B, 4, ambos describen el armamento de la infantería pesada. Tanto en la descripción de Agatías (que escribe en 580) de la campaña de Narsés del 554, como en el Strategikon, escrito hacia 612, el equipamiento del soldado de infantería pesada es exactamente el mismo. Esto certifica nuestra tesis de que la restauración del equipo y forma de combatir de la infantería pesada fue una obra de Justiniano, conservada por sus sucesores. Otra prueba la tenemos en Teofilacto Simocata [II. 6.1-13] cuando, al narrar la campaña contra Persia del 586, ofrece el relato de la hazaña de un soldado de infantería perteneciente a la legio IIII phartica, una unidad de infantería limitanei asentada en Beroea. Describe al héroe provisto de yelmo y armadura, y tanto él como sus compañeros recibieron como premio por sus hazañas no sólo plata y oro, sino armaduras y petos tomados a los persas.

LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA PESADA ROMANA


    LA BATALLA DE VOLTURNUS Y LA RECUPERACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.

   Octubre del 554. Italia, junto al río Volturno y no lejos de Capua.

 Juan de euchatia se echó las paberas del yelmo sobre el rostro. Al instante el mundo cambia. Sus ojos sólo ven lo que ante él hay y lo que ante él hay es una masa burbujeante de bárbaros. 30.000 salvajes alamanes y francos formados en una apretada cuña de escudos erizada de lanzas, hachas y espadas. “cabeza de jabalí”, así llaman los germanos a aquella formación en cuña. Una formación que, paso a paso, segundo a segundo, se aproxima a las filas romanas. 18.000 veteranos de las guerras danubianas e  itálicas comandados por el viejo Narsés.

Setenta y seis años. ¿Cómo puede un viejo de setenta y seis años mantenerse sobre un caballo luciendo una armadura y esgrimiendo una espada? No es la primera vez que Juan de Euchaita se pregunta eso y sin embargo allí está el viejo Narsés: Con la capa ondeando tras de él y bien erguido sobre su caballo de guerra. Sereno como una estatua. Firme como una roca. Como si aquellos 30.000 bárbaros que gritan como demonios y piden sumuerte, la de él y la de sus 18.000 soldados romanos, fueran un accidente más del terreno.

Alguien grita una orden y Juan de Euchaita desenfunda su gran arco corcovado y lo encorda. La masa bárbara está ya a punto de chocar con el centro de la formación romana. Un centro formado por dos Meros de infantería pesada: diez mil veteranos equipados con yelmo, cota de mallas, grebas y escudo y armados con lanza, espada y hacha.

Retumba sobre la llanura un belicoso trueno y Juan aprieta los dientes cuando el “Colmillo del jabalí”  bárbaro choca contra los escudos de la infantería romana. El suelo tiembla por el encontronazo y la locura toma posesión de la tierra.

Vuelan las franciscas, las hachas arrojadizas de doble hoja tan queridas por los francos; se alzan, amenazadores, los angones, las pesadas lanzas de larga punta de hierro en cuya base se retuercen dos ganchos mortíferos. Los bárbaros gritan, maldicen, jadean, pelean, matan y mueren. La punta de su formación en cuña rompe las primeras líneas y va abriéndose paso por el cuadro romano que forma el centro de las líneas de Narsés.

Pero aunque la cuña germánica avanza, el cuadro romano resiste. No se disgrega. Los hombres que lo forman. Los miembros de la reconstuida infantería romana, mantienen su formación, su disciplina y su valor. Sus espadas, sus lanzas, sus hachas, se están cobrando un alto tributo en vidas germanas y sus escudos se mantienen en alto, unidos entre sí. Resistiendo, perseverando, aguantando aquel aluvión de hierro forjado para la guerra, de cuero, madera y carne que es la cuña bárbara. Una cuña que, no obstante, prosigue, inexorable, su avance.

¿Dónde están los dos mil guerreros hérulos de Sindual? Se pregunta Juan de Euchaita y su pregunta es la pregunta de todo un ejército. El día anterior los federados hérulos anunciaron que no pelearían. Era su forma de protestar por la ejecución de uno de sus jefes. El muy salvaje había asesinado a uno de los sirvientes del campamento por el imperdonable error de no haber lustrado bien su armadura. Pero aquello era un ejército romano. Allí imperaba la ley y el viejo Narsés la aplicaba sin que le temblara la mano. Así que el viejo había ordenado la inmediata ejecución del jefe hérulo.

Sí, y ahora los hérulos se negaban a luchar. Narsés, como para recordarles su traición, había dejado vacío el lugar que debían de haber ocupado en las líneas romanas.

¿Por qué no se ponía nervioso el viejo? Allí estaba, a la izquierda de Juan, con una fría sonrisa en su barbilampiño rostro de eunuco. Contemplando, cin que se le agriara el rostro, como la cuña germana penetraba más y más en las filas de la infantería romana.

La orden que Juan esperaba y temía llega al fin: -¡Cursu mina!- Gritan los oficiales del ala derecha romana y 2.500 caballeros romanos caen sobre el flanco izquierdo de la cuña bárbara. Son la muerte cabalgando. 2.500 arcos se tensan y 2.500 caballeros romanos apuntan hacia la masa bárbara sin aflojar el galope de sus caballos de guerra. 2.500 negras flechas surcan el frío aire de aquella mañana de Octubre y una lluvia de hierro azota la formación bárbara.

Caen centenares de bárbaros ensangrentando el suelo que pisan y llenándolo de cadáveres y heridos. Mueren atravesados, cosidos a flechazos. Maldicen, amenazan, pero las flechas caen, negra nube tras negra nube, sobre ellos. Juan cabalga salvajemente arriba y abajo de la línea germana. Su mano izquierda toma dardo tras dardo de su carcaj. Dos disparos,cinco, diez, quince, veinte, treinta…… ya no le quedan flechas. En apenas Quince minutos 75.000 flechas romanas han caído sobre la masa bárbara. Esta, como un animal herido, se tambalea, duda, gime, se arrastra. Pero aguanta.

Los bárbaros han caído por miles bajo la lluvia de saetas. Pero siguen peleando y la punta de su cuña penetra más y más en las líneas romanas de infantería. Esta resiste en un alarde de disciplina y valor, pero si los bárbaros logran traspasar por completo el centro romano podrán girarse a izquierda y derecha y todo estará perdido.

Juan, sin dejar de galopar, toma una de las dos jabalinas que lleva a la espalda. Tira de las riendas de su caballo y lo dirige de nuevo hacia la formación bárbara. Cuando está a menos de cinco pasos de las filas germanas, frena a su caballo y lanza la jabalina. El arma se clava profundamente en la garganta de un alto guerrero alamán y Juan lanza un grito de triunfo, al tiempo que obliga a su montura a retroceder,girarse y ponerse de nuevo al galope para escapar. Una francisca, una de esas mortales hachas de doble hoja, pasa silbando junto a su cabeza y Juan se echa sobre el cuello del caballo en busca de protección. Al hacerlo, sus ojos se posan de nuevo sobre la inmóvil y ahora lejana figura de Narsés. Sigue donde estaba. Una serena figura que parece ajena a la muerte y a la locura que gira en torno suya.

Un bramido triunfal se eleva desde las gargantas bárbaras cuando la punta de su “Colmillo” rompe la última fila de la infantería pesada romana y sale fuera de la apretada formación en cuadro de los romanos. Pero pese a todo, los infantes romanos no rompen su formación, no huyen, ni sedispersan   y a una orden, una orden que les llega desde un rojo estandarte que en la lejanía se abate con furia y desde las pesadas notas de una retorcida tuba, giran a inquierda y derecha y juntando sus escudos caen sobre los flancos de la cuña bárbara clavada en las entrañas de su formación.

Juan acaba de lanzar su segunda jabalina y desenvaina su larga espada de caballería. Es la hora del último esfuerzo. Su tagma de 500 hombres se agrupa bajo las órdenes de su tribuno y carga sobre el flanco y la retaguardia bárbaras junto con los otros cinco tagmas de caballería del ala derecha romana.

No cargan solos. Una nueva llamada de las tubas saca de un bosque situado en el ala izquierda romana a otros 2.500 jinetes pesados que hasta ese momento habían permanecido ocultos y que están comandados por los duqes Valeriano y Artabanes. Una nueva ola de hierro y músculo cae sobre el desvalido flanco derecho b´bárbaro y ello al tiempo  que un millar de infantes ligeros romanos avanzan desde la retaguardia y desde los flancos para caer sobre la punta de la cuña germana y frenar su avance.

La batalla está en equilibrio. Juan de Euchaita lo sabe. Ha peleado en muchas batallas y sabe que esta se decidirá en el próximo cuarto de hora.

Las 75.000 flechas que llenaban los carcajs de los 2.500 jinetes del ala izquierda romana ya han sido lanzadas. Miles de germanos agonizan sobre el suelo encharcado con su propia sangre y aún así resisten y su presión sobre el centro romano es ya insoportable. Ni siquiera la disciplinada infantería pesada romana restaurada por Justiniano puede aguantar semejante castigo.

Y en ese momento suena un cuerno de guerra y los 2.000 hérulos de Sindual. Los hombres que esa mañana se negaban a luchar, avanzan para ocupar su sitio en la batalla. El desprecio de Narsés ha podido con su rabia. No podían soportar la afrenta que suponía contemplar como los romanos peleaban solos dejando su lugar, el lugar que correspondía en las filas romanas a los hérulos,  vacío. Aquel hueco en las filas romanas era un grito reprobador y por otra parte, sindual, el jefe hérulo, se ha dado cuenta de que la batalla está en equilibrio y que una victoria romana es tan posible como una germana. Sabe que si los romanos vencen ese día ajustarán cuentas con él y con sus levantiscos hombres. Así que sindual ha decidido ocupar su sitio y pelear. Sabia decisión.

Los 2.000 hérulos de sindual avanzan escudo con escudo y su impacto sobre la punta de la cuña bárbara es demoledor. La castigada formación germánica estalla en mil pedazos. Se deshace y sus flancos se disgregan. La hora de la matanza ha llegado y Juan de Euchaita libera de su garganta el salvaje alarido que los hombres de su tierra, allá lejos en las montañas del Ponto, lanzan al caer sobre las presas acorraladas.

Los jinetes romanos abaten sus espadas una y otra vez sobre los ahora atemorizados germanos. Muchos de ellos arrojan sus armas y escudos para poder correr. ¿Correr? Sí, pero hacia la muerte.

Las filas de la infantería romana, pese a ver sido tan golpeadas, se vuelven a cerrar y avanzan sobre la masa bárbara al tiempo que las alas de caballería se abaten sobre ella formando una bolsa de muerte y desesperación. Los germanos son acorralados junto al río Volturnus. Allí el suelo queda anegado por la sangre derramada. No hay cuartel. Las lanzas, hachas y espadas de la infantería romana caen sobre la enloquecida muchedumbre germana como si se tratara de una gigantesca y multiforme guadaña. Los jinetes romanos cargan una y otra vez sobre los bárbaros, comprimiendo más y más a la agonizante masa. Muchos alamanes y francos piden piedad. No la obtienen. Llevan casi dos años saqueando Italia, devastando aldeas y ciudades; violando,  asesinando, robando….. hoy se ajustan cuentas en Italia y la sangre germana las saldará.

Algunos germanos se lanzan a las revueltas y crecidas aguas del río Volturnus. Muchos se ahogan, otros son alcanzados por las flechas, piedras y jabalinas que los arqueros, honderos y venatores de la infantería ligera romana les lanzan desde la orilla. Sólo cinco exhaustas figuras alcanzan la otra orilla. El resto, 30.000 francos y alamanes, yacen sin vida, ensangrentados y rotos, sobre las tierras que baña el Volturnus.

Juan de Euchaita se levanta las paberas del yelmo y el mundo vuelve a girar en torno suya. A lo lejos, inmóvil,impasible, firme y frío como una helada montaña, puede verse al viejo narsés.

narsés espolea a su caballo y llega junto a las aguas del Volturnus. Uno de sus bucelarios grita algo y Narsés conduce a su caballo hasta él. Un bárbaro gigantesco, un hombre ensangrentado y vestido con una larga cota de mallas desgarrada por múltiples golpes de lanza, hacha y espada, busca afanosamente un poco de aire con el que llenar sus pulmones. Agoniza y en él la vida es tan ténue como un infantil recuerdo. Narsés contempla sus largos cabellos apelmazados por la sangre, su enredada barba, sus largos y fuertes brazos. Todo en él habla de fuerza y salvajismo. Es Butilis, el jefe de los bárbaros alamanes y francos que ese día han perecido allí, junto al pardo Volturnus.

El jefe bárbaro levanta sus empañados ojos y mira, feroz e impotente, al menudo general romano.

-Viejo del demonio…….-Le espeta con una voz rota que parece más el gruñido de una bestia que la voz de un hombre.

Narsés no se inmuta. Su sonrisa, la misma que sus labios han mostrado desde que comenzara la batalla, permanece intacta, serena, inalcanzable para el insulto y el odio del jefe germano.

-Estás muerto.-Contesta al cabo Narsés.-Muerto……. tus guerreros alimentarán esta noche a los lobos y a los buitres. Piensa en eso mientras mueres. En eso y en los romanos, mujeres, niños y hombres, que tú y tu banda de salvajes habeis asesinado en Italia.

-Volveremos……. Mi pueblo volverá y arrasará estas tierras. Somos más fuertes que vosotros, viejo…….. Somos más fuertes que los romanos. Mi pueblo permanecerá…….-le replica el jefe bárbaro con un último esfuerzo.

-Sólo Roma permanece, bárbaro. Solo roma es eterna y yo, Narsés, soy su espada.





    LA RESTAURACIÓN DE LA INFANTERÍA ROMANA.



 La recuperación de la infantería pesada en los ejércitos de Justiniano fue uno de los mayores éxitos de su política militar y, paradójicamente, el que permanece en el más absoluto olvido por parte de los historiadores. El De rei militari[1]  de Flavio Renato Vegecio, compuesto a fines del siglo IV o en los primeros años del V, nos informa de que la infantería romana había abandonado la sana costumbre de llevar el yelmo, la cota de mallas, el peto y las grebas. Vegecio cuenta que el responsable de tal desaguisado fue el emperador Graciano (375-383), quien, ante los ruegos de los soldados, les permitió desprenderse de estas protecciones, útiles pero pesadas y fatigosas de llevar en los entrenamientos diarios y en las marchas[2]. Dado que la infantería romana seguía peleando en orden cerrado, en filas ordenadas y escudo con escudo, la decisión de Graciano fue letal para el ejército romano: apiñados en las ordenadas filas, protegidos sólo por el escudo y por un caparacete, las tropas romanas eran ahora fácil presa de las flechas y de los venablos y jabalinas de los bárbaros. Y si se llegaba al cuerpo a cuerpo –antes situación sumamente ventajosa para las legiones– los infantes romanos eran ahora tan vulnerables a los lanzazos y mandobles de las armas enemigas como lo eran los bárbaros frente a las armas romanas, pero con el problema añadido de que, al disponer en su apretado orden de combate de menos facilidad de movimiento del que disponían sus enemigos (alineados en formaciones no regulares y más sueltas), eran un blanco más fácil para las armas de corto alcance de sus contrarios, del que éstos representaban para las de ellos. Por todo lo dicho, las formaciones romanas, incapaces de aguantar la granizada de proyectiles, o de soportar el encontronazo con la cuña bárbara, se disolvían y eran derrotadas con facilidad y, a menudo, aniquiladas[3].

No obstante, la infantería seguía siendo el arma más numerosa del ejército romano y a lo largo del siglo V y del primer tercio del VI, siguió desempeñando el papel principal en las batallas de la época, logrando –aunque muy raramente– la victoria, como en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), pero obteniendo, con mucha mayor frecuencia, sonoras derrotas, como la que sufriera frente a Alarico en 410, en la vía que conectaba Rávena con Roma; la de Soissons (486) frente a Clodoveo, o la recibida por la infantería de Anastasio de manos de los persas frente a Nisibe (503).

Justiniano debió de llegar a la conclusión de que, dado que la infantería mantenía su táctica de pelear en orden cerrado, era urgente volver a dotarla de armas y entrenamiento adecuados para que pudiera pelear eficazmente. Así la infantería recuperó protagonismo poco a poco, a lo largo del siglo VI. En Daras (530) y en Calínico (531), sólo una pequeña parte de la infantería estaba armada adecuadamente para formar en orden cerrado y constituirse así en una pieza eficaz en la batalla. Por ello, Belisario se limitó a situarla tras trincheras defensivas y a darle un papel puramente estático y de control de la posición previa[4].

En 554, en la batalla del río Volturnus, la infantería pesada de Narsés aparece ya armada, a lo largo y ancho de todo el cuadro central, con yelmo de metal dotado de protectores para la nariz y las mejillas, cota de mallas, peto, escudo y en la pierna derecha, al menos y con frecuencia en las dos, con grebas[5]. Resultado: la infantería no se limita a encajar el tremendo golpe de la formación en cuña de los 35.000 alamanes y francos que se le vienen encima, sino que, rehaciendo disciplinadamente su quebrada línea de batalla y en el momento decisivo (como había hecho en los viejos días de gloria anteriores a Adrianópolis) avanza, espada y lanza en mano, empuja hacia atrás al enemigo y, en mitad de una matanza espantosa durante la cual los infantes de Narsés no pierden el orden, lo desbanda hasta el río donde los bárbaros son arrojados.[6]

De esto concluimos que, en algún momento entre 527 y 552 (como hemos visto, el proceso estaba en mantillas en 530) la infantería de Justiniano recuperó su armamento pesado y en consecuencia, pudo volver a luchar y vencer tan eficazmente como antes. A partir de las campañas de Narsés en Italia podemos ver cómo la infantería recupera protagonismo y lucha con éxito en los diversos frentes. Así, en una batalla de la guerra librada con Persia en Cólquide y el Cáucaso (554-557), la infantería resiste la carga de la caballería persa y la hace retroceder; o en la gran batalla de Melitene (575), la infantería de la Romania formó un cuadro tan sólido y disciplinado que, escudo contra escudo y protegida por sus yelmos y armaduras,  quebró las cargas de caballería y las granizadas de dardos que el Shahansha persa Cosroes I ordenaba, logrando al cabo poner en fuga al ejército en tal desorden que el “rey de reyes” persa sólo pudo salvarse cruzando apresuradamente el río y en mitad de un pánico tremendo, sobre el lomo de su elefante[7]. O incluso en 636, en Yarmuk, el avance en orden cerrado de la infantería pesada del Magister militum per Armeniam, Jorge, estuvo a punto de inclinar la victoria del lado de los romeos[8]. Lo impidió, en último término, el quebrado terreno y la traición de gran parte de los contingentes de los nobles armenios y de los filarcas gasánidas, permitiendo a los árabes envolver y destrozar a la infantería del magister Jorge.

Todavía daremos un último y directo testimonio a favor de nuestra tesis de la recuperación por Justiniano y sus sucesores de la infantería pesada, de sus armamentos y de su tradicional forma de combate: el orden cerrado. Es el proporcionado por Jorge de Pisidia, que fue testigo directo de la campaña del emperador Heraclio contra los persas en 622, el cual recoge en los siguientes versos el entrenamiento de su ejército:



La formación de los ejércitos seguía un preciso orden: primero los trompetas, después las falanges de los portadores de coraza, los lanceros, los arqueros y de los armados de espada. Terrible se elevaba el tumulto de las cotas de malla entretejidas de hilos de acero, sobre las cuales, el fulgor del sol, rompiéndose con mutuos reflejos, mandaba relampagueantes resplandores.

Cuando aquéllos que estaban formados como enemigos cerraron firmemente sus filas, se vió una muralla de bastiones acorazados, y, llegados a chocar uno contra otro las divisiones de los dos partidos, por todas partes rechazaron asaltos furiosos las espadas contra los escudos y los escudos contra las espadas.”[9]



¿Qué tenemos aquí? Una vez más la evidencia vívida y trasmitida por un testigo directo de que la infantería bizantina de este periodo estaba armada como una infantería pesada; es decir, provista de cota de mallas y de coraza. Así como de que dicha infantería peleaba en orden cerrado, escudo contra escudo, en filas ordenadas y apretadas.

Es el estudio atento de todo lo anterior, lo que nos lleva a afirmar que fue durante el reinado de Justiniano cuando se produjo una elevación de la capacidad de lucha de la infantería y cuando ésta recuperó su armamento pesado, si no del todo, sí en buena medida. Puede que sus sucesores la descuidaran un tanto, ya que Tiberio y Mauricio mostraron su predilección por la caballería pesada de lanza y arco. El autor del Strategikon se queja indicando que la infantería necesita nuevamente de atención, pues es indispensable para lograr la victoria[10]. Pero pese a todo, la infantería de línea no volvió a caer después de Justiniano en los bajos niveles de antes del 530 y se mantuvo en un nivel de equipamiento y eficacia bastante aceptable hasta por lo menos el 641.

Su armamento, según aparece en Agatías y el Strategikon[11], era el siguiente: yelmo con protectores para las mejillas y la nariz, a veces incluso con visera; cota de mallas larga, complementada a menudo –especialmente para los soldados que formaban en las primeras filas– con peto o coraza, grebas de metal y a veces de madera, escudo elíptico del mismo tipo que se había impuesto entre las legiones a partir de la segunda mitad del siglo III, espada larga del modelo “hérulo”, y lanza pesada y larga. A veces y en especial entre las primeras filas, se añadía una pesada y larga hacha a esta formidable panoplia.





[1] El segundo tratado militar más influyente de la historia, sólo superado por el De la guerra de Von Clausewitz (1780-1831). La obra de Clausewitz tuvo y tiene aún una enorme influencia, no sólo en el ámbito militar sino también en el político, diplomático, filosófico y literario. Hasta entonces, la obra militar de referencia era la de Vegecio, quien, por ejemplo, era el autor favorito de Napoleón: Clausewitz, K., De la guerra. Madrid, 1992.
[2] Vegecio: lib. I, XX, 3-11.
[3] Arther Ferrill ha hecho hincapié en esta circunstancia y la ha situado como centro de su explicación de las causas militares que llevaron a la caída del Imperio Romano de Occidente: Ferril, A., La caída del Imperio Romano..., op. cit., pp. 124-129.
[4] Procopio, Guerra persa: lib. I, 13. 
[5] Agatías: 2, 8,1-5. Debido a la complejidad de los términos militares que Agatías emplea en este pasaje hemos preferido usar para el mismo la traducción que M. Morfakidis Filactós, profesor de filología griega de la Universidad de Granada y director del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, nos ha ofrecido gentilmente y que pone de manifiesto no pocos detalles que quedan ocultos en la simplificada versión que Ortega Villaro nos ofrece en su traducción española de la obra de Agatías.
[6] Agatías: 2, 9,1-13.
[7] Teofilacto Simocata: III, 14, 1-11.
[8] Agatías resalta numerosas veces el destacado papel de la infantería pesada en los combates, por ejemplo, vid. Agatías: 3, 20,1-10. En cuanto a Yarmuk, puede consultarse la monografía de D. Nicolle, Yarmuk 636 a. C. Madrid, 1995, pp. 65-66 y sobre todo el capítulo que Haldon dedica a la batalla: Haldon, J., The Byzantine Wars..., op. cit., pp. 59-66. Un análisis más superficial y moderno en Weir, W., 50 batallas.., op. cit., pp. 177-181.
[9] Jorge de Pisidia, Expeditio persica: I, 130-140.
[10] Strategikon: XII, B. Así lo expresa el autor en el preámbulo del lib. XII de la obra dedicado en exclusiva a la infantería.
[11] Agatías: lib. 2, 8,4-5; Strategikon: XII, B, 4, ambos describen el armamento de la infantería pesada. Tanto en la descripción de Agatías (que escribe en 580) de la campaña de Narsés del 554, como en el Strategikon, escrito hacia 612, el equipamiento del soldado de infantería pesada es exactamente el mismo. Esto certifica nuestra tesis de que la restauración del equipo y forma de combatir de la infantería pesada fue una obra de Justiniano, conservada por sus sucesores. Otra prueba la tenemos en Teofilacto Simocata [II. 6.1-13] cuando, al narrar la campaña contra Persia del 586, ofrece el relato de la hazaña de un soldado de infantería perteneciente a la legio IIII phartica, una unidad de infantería limitanei asentada en Beroea. Describe al héroe provisto de yelmo y armadura, y tanto él como sus compañeros recibieron como premio por sus hazañas no sólo plata y oro, sino armaduras y petos tomados a los persas.

miércoles, 28 de marzo de 2012

PERSIA: DE SUS ORÍGENES HASTA LA FUNDACIÓN DEL IRÁN SASÁNIDA

 Eranshar, literalmente “país de los arios”[1]. Así denominaban los sasánidas a su tierra a inicios del siglo III d.C. Su primer gran rey, Artashir I (224-241), se daba a sí mismo el significativo título de Sha ansha eran shar uz eran shar, esto es: “rey de reyes de los arios y de los no arios”, o también “rey de reyes del Irán y del no Irán. ¿Cuándo surgió tal idea?
Mil años atrás. Ya en el Avesta (la obra religioso-literaria más antigua y decisiva de la historia de los pueblos iranios, cuyas partes más antiguas fueron redactadas a fines del siglo IX o inicios del VIII a.C.) aparece el nombre de Ariana vaeja, patria original de los Arya o Aria. Conocemos por las inscripciones de Darío I Aquemenes esculpidas en las rocas de Naqsh-i-Rustam y de Beistún hacia el 520 a.C., que el fundador de la primera gran dinastía persa se definía a sí mismo como: “Darío, un aqueménida, un persa, un ario…”, y que consideraba que reinaba sobre un imperio compuesto por dos grandes divisiones: “Irán y Aniran”. Esto es, Darío I reinaba sobre las gentes del Irán y del no Irán, sobre los pueblos arios y sobre los no arios. Pero además, tanto él como sus sucesores invocaban como fuente última de su poder a Ahura Mazda, un dios que  es nombrado en todas las inscripciones aqueménidas como Dios de los arios, en persa, “Ariana” o “Arya[2]”. No mucho más tarde, Herodoto conocía perfectamente que el nombre antiguo de los medos era el de “Arya” o “Arios”[3],  mientras que Diodoro de Sicilia  decía, en el siglo I a.C., que Zoroastro, el fundador de la religión nacional de los persas, pertenecía al pueblo de los arianoi, es decir, a los arios[4].
La idea sasánida del Eranshar era pues muy antigua. La persistencia de la identidad étnica de los pueblos iranios, de su religión, del conocimiento de su pasado, siempre vinculado a los grandes reyes aqueménidas: Ciro, Darío, Artajerjes… y al fundador de su religión, Zoroastro, muestra hasta qué punto la Persia de los sasánidas era consciente de ser parte del mismo devenir histórico iniciado por los pueblos iranios que invadieron la meseta irania hacia el 1500 a.C. y que comenzaron a levantar en ella grandes imperios a partir del siglo VII a.C. Pero mientras que en época aqueménida, el concepto de Irán era similar al de helinikos o helenismo de los griegos (se podría hablar pues de “iranismo” en el mismo sentido que lo hacemos de “helenismo”), con los sasánidas la idea toma una dirección, si no distinta, sí más concreta y determinante.
En efecto, fue con Artashir I y Shapur I, en el siglo III d.C., que el término Eranshar tomó una dimensión política en la que se vinculaba a un pasado remoto, grandioso y legendario, con una idea política, racial y religiosa bien definida desde el poder: Eranshar, el país de los arios, los adoradores de Ahura mazda, Dios de los arios. Esta unificación ideológica de tres realidades convergentes pero distintas entre sí la política, la racial y la religiosa marcaría toda la historia sasánida.
La exposición anterior no es gratuita, ya que si no se tienen claras las ideas sobre las que la Persia Sasánida se construyó, no se puede entender su historia y, lo que es aún más importante para conocer nuestra propia realidad actual, no se puede entender la íntima vinculación que se establecería entre el antiguo país de los arios, sus gentes y su cultura, y una nueva civilización, la islámica; esta última vería, a su vez, determinado buena parte de su desarrollo histórico y cultural por causa de dicha vinculación.
Aquel sentimiento identitario, la idea del Eranshar, sería llevado a la práctica a lo largo de toda la historia sasánida por los reyes y los mobed los magos y terminaría por impregnar profundamente la cultura persa. De esta manera, cuando los vaspurs, los deqan y los savaran, los nobles sasánidas, se convirtieron al Islam, no se arabizaron (como ocurrió con otras élites no árabes de los países conquistados por los árabes islámicos), sino que mantuvieron con orgullo las viejas denominaciones e ideas, y las vincularon a la permanencia de su lengua, su poesía, su arte y sus tradiciones a lo largo de toda la Edad Media. Ellos, aún bajo el manto del Islam  o por mejor decir, pese a él seguían siendo los “Arya”, los arios, los orgullosos habitantes del Eranshar o Iran Shar, el reino de los arios. Para ellos, los bárbaros, los enemigos que se suceden ante las fronteras de Persia entre los siglos VII y XVI (árabes, turcos, mongoles, timúridas, otomanos, etc.) son siempre los “Aniran”, los no arios, los que no pertenecen al Eranshar. Y así, “Aniran” serían llamados en la obra literaria persa por excelencia del Irán islámico, el Shanameh, el libro de los reyes escrito por Firdusi en los días que giraron entorno al año mil.
La influencia sasánida antes descrita no se dio sólo en los ámbitos culturales e ideológicos, sino que también se manifestó con fuerza en la propia historia del pensamiento y de la religión islámica. Así, nada más finalizada la conquista árabe del país, el Irán comienza a convertirse en la tierra de donde surgen las más destacadas herejías, disidencias político-religiosas y corrientes divergentes de espiritualidad musulmana. Allí, en los antiguos solares de los sasánidas y del zoroastrismo, surgen o arraigan con fuerza las corrientes políticas, culturales y religiosas que desafían a la ortodoxia árabe.
Una de esas disidencias islámicas iraníes, la más famosa y decisiva, será la del chiísmo, que con su complicada angelología, su jerarquía de clérigos, su milenarismo y mesianismo, conecta de forma directa una parte considerable de la vieja religión irania, el zoroastrismo, con la nueva, el Islam[5]. Desde el siglo VIII comienza a darse en el Islam asentado en el antiguo Imperio sasánida y por medio de él en todo el Islam, una persistente infiltración de la filosofía sasánida zoroastriana. Este proceso de recuperación del viejo sistema de pensamiento filosófico-religioso iría paralelo al de la recuperación y expansión de la lengua, usos, poesía, arte, etc. sasánidas, y culminaría en lo filosófico-religioso con  pensadores islámicos de gran talla e influencia, uno de cuyos máximos exponentes, Shaabodin Sorevardí (1154-1190), sería asesinado en 1190 por sus ideas y obras, tan preñados de influencias sasánidas y zoroastrianas.
No sería ni el único, ni el último en seguir ese camino que, en última instancia, no era sino el que cabría esperar de la lógica deriva religiosa de los pueblos iranios, profundamente orgullosos de su pasado y opuestos a las influencias árabes. Tanto es así, que en la Bagdad abasida (cuya corte seguía un ceremonial que era casi una copia exacta del de la vieja corte sasánida), escritores, poetas, artistas y músicos persas hacían abierta mofa del primitivismo y la rudeza de la cultura y la lengua de los árabes, y reivindicaban con nostalgia los días de esplendor de los sasánidas.
En consecuencia y mucho más tarde, en 1935, Reza Palehvi, el fundador de la última dinastía persa, al cambiar el nombre de su reino, Persia, por el de Irán, reclamaba con orgullo para su país su pasado preislámico aqueménida y sasánida, vinculando dicho pasado a la idea del Iran Shar, el país de los arya, los arios, frente al aniran, las tierras de los bárbaros. Incluso hoy día, en la tierra de los ayatolahs, la obsesión identitaria por vincularse con los antiguos arya, el orgullo por su deslumbrante pasado preislámico, el cuidadoso cultivo de las viejas tradiciones sasánidas que aún subsisten, el mimo por la conservación y conocimiento de su rico patrimonio cultural preislámico, el interés popular y oficial por extender y promover el estudio de su historia antigua, son rasgos característicos y casi exclusivos dentro del mundo islámico, que definen al actual Irán[6].
Pero ¿cómo se inició la historia de aquellos arya que tan decisivos iban a ser en la historia del mundo antiguo y más tarde, ya islamizados, del medieval?

 

II.2. Los antecedentes históricos. De los orígenes al surgimiento de los sasánidas.


Como ya hemos dicho, los arya, los iranios, una de las ramas principales de los pueblos de lengua indoeuropea, llegaron a las tierras de lo que luego sería el Eranshar  en torno al año 2000 a.C. Hoy día sabemos que procedían de las estepas situadas al norte del Mar Caspio y que, en última instancia, eran originarios de la región situada entre el bajo Volga y el Don, donde habían formado parte del conjunto de pueblos indoeuropeos que dieron lugar a la llamada Cultura de los kurganes. Los indoiranios abandonaron esta región y su relación con el resto de los pueblos indoeuropeos que habían formado la cultura kurgánica hacia el año 2500 a.C. y se trasladaron a las estepas nororientales del Caspio y del Mar de Aral, desde donde bajarían, hacia el año 2000 a.C., a lo que luego serían los países y regiones del llamado Irán oriental, es decir, de lo que en nuestro tiempo son los territorios del noreste de Afganistán, el sur de Uzbekistán, el noreste de Irán y el actual Tayikistán. En estas regiones y en torno al año 2000 a.C. aparecen pueblos de lengua indoirania a los que los arqueólogos actuales han atribuido los restos arqueológicos del llamado “Complejo cultural bactriano-margiano” y de la llamada “Cultura nómada de Andronovo”, que, según todas las evidencias arqueológicas y lingüísticas, serían los antepasados directos de los pueblos iranios occidentales (medos y persas) y orientales (bactrianos, margianos, partos, arios, drangianos, sogdianos, etc), así como de los pueblos indoarios que invadieron el valle del Indo hacia el 1500 a.C. Por los mismos días, en torno a los años 1500-1400 a.C., otro grupo de tribus indoiranias abandonó sus tierras en el Irán oriental y las estepas del Turán, y avanzó por la meseta irania en dirección de lo que luego serían los solares de Persia y Media. Eran los antepasados de los persas y los medos, los “parsua” y “madua” de las fuentes asirias que, de esta forma, aparecían definitivamente en la historia[7].
En efecto, entre el 1350 y el 1300 a.C., tribus de lengua indoirania tantean las fronteras del reino elamita, sembrando la confusión entre las tribus y reinos de los maneos, habitantes de las regiones que se extienden al este del lago Urmia. Siglos más tarde, los asirios comienzan a chocar con los pueblos iranios; así, ya desde el siglo IX a.C. en tiempos del rey asirio Salmanasar III, aparecen en los textos asirios los pueblos de los madua y de los parsua, siempre al acecho de las fronteras del Imperio asirio.
En el siglo VIII a.C., los reyes asirios se internan varias veces en los montes Zagros y en la meseta irania en busca de las belicosas tribus de los madua y los parsua, pero éstas siempre se reponen y vuelven a hostigar las fronteras asirias. A fines de ese mismo siglo, alrededor del año 700 a.C., los medos forman ya un reino organizado y potente.

2.1. Los orígenes del mundo iranio y la creación del Imperio Medo.
El primer rey de los medos que nos revela la historia sería Fraortes, el cual era soberano de una de las tribus medas hacia el año 725 a.C. y cuyo hijo, Deioces (700-647 a.C.) Daiaukku en medo unificaría bajo su mano a todas las tribus medas y las lanzaría contra los asirios. A Deioces le sucedería su hijo Fraortes, que reinaría 22 años (647-625 a.C.).
Ciaxares (625-585 a.C.).
El hijo de Fraortes, Ciaxares (Uksatar), alzaría ese imperio. Llegado al trono de Media hacia el año 625 a.C. reorganiza su ejército al modo de los asirios y de los neobabilonios, domina con fuerza a las anárquicas tribus iranias de su imperio, somete a vasallaje a las tribus persas del sur, se alía con Nabopolasar, rey de Babilonia y padre del famoso y bíblico Nabucodonosor, y se lanza contra Asiria. Ciaxares sería el primer monarca iranio que reinaría a la par sobre medos y persas.
En efecto, el primer monarca persa del que tenemos noticia cierta fue Ciro I, rey de Anshán, quien aparece en las crónicas asirias como vasallo y aliado de Asurbanipal de Asiria, a quien enviaría una embajada en el año 639 a.C., encabezada por uno de sus hijos, Arauku, bien provista de tributos para el soberano asirio. La subida al trono de Media de Ciaxares cambiaría esta situación, pues, alrededor del año 620 a.C., los parsua, los persas, rinden ya vasallaje y tributo a Ciaxares de Media y no a los monarcas asirios a quienes pronto combatirían bajo las banderas de los medos.
Así, a partir del 615 a.C. y tras haberse zafado de la dominación escita y derrotar a uno de los ejércitos de sus primos iranios del norte, los escitas, los ejércitos de Ciaxares, unidos con los de Babilonia, golpean las tierras de Asiria. En 614 a.C., los medos de Ciaxares tomarán Asur, la capital religiosa de los asirios, y en 612, ahora en unión de los ejércitos babilonios de Nabopolasar, tomarán Nínive, la capital política asiria. En 610-609, los ejércitos de Nabopolasar, junto a contingentes medos enviados por Ciaxares, asediaron y conquistaron la gran fortaleza asiria de Harrán, donde el último rey asirio, Asurabit, había reunido a los restos de los ejércitos de su pueblo. Ese mismo año, el faraón Necao, aliado de los asirios, vencía al rey de Judá y se hacía con el control de Siria. Pero en 605, en Karkemish, en el norte de Siria, el hijo de Nabopolasar, el célebre Nabucodonosor II, casado con una princesa meda, hija de Ciaxares, y auxiliado por contingentes de caballería meda, derrota a los ejércitos del faraón Necao, en los que militaba un gran número de mercenarios griegos, y se hace con el control de toda Siria.
Con la batalla de Karkemish (605 a.C.) se creaba un nuevo orden en el antiguo Oriente, en el que Media y Babilonia se dividían entre sí los antiguos territorios del Imperio asirio y relegaban al Egipto saita a la condición de potencia de segundo orden. Así y por primera vez en la historia, los medos esto es los iranios desempeñaban el papel de gran potencia oriental.
Ciaxares no se contentó con hacerse con la porción más norteña del antiguo Imperio asirio, sino que guerreó más al oeste, en Asia Menor. En primer lugar conquistaría el viejo reino de Urartu, del que tomaría muchos elementos y tradiciones[8]; luego sometió a su dominio a las tribus tracio-frigias de la región del Ararat, las cuales formaban el núcleo de lo que en breve iba a ser Armenia[9]. Por último, se lanzó contra el Imperio lidio. Como tras de él lo harían otros grandes reyes iranios, Ciaxares buscaba con estas guerras una salida al Mediterráneo, aunque no la logró. En 585, tras la llamada “batalla del Eclipse”, lidios y medos llegaban a una paz concertada mediante la cual el río Halys señalaría la frontera entre ambos imperios. Ese mismo año, Ciaxares, verdadero creador del primer Imperio iranio y por ende, verdadero fundador de la tradición imperial irania, destinada a prolongarse tras de él por más de mil años, moría en su capital, Ecbatana.
Ciaxares determinó en buena medida el futuro de los imperios iranios que le siguieron, no sólo porque marcó las futuras líneas de expansión de los pueblos iranios, sino porque adoptó buena parte del ceremonial cortesano, del modelo administrativo y de la cultura de los antiguos reinos de Asiria y Urartu, ahora sometidos a su poder. Con ello comenzó la mesopotamización del Irán, que tantas y tan longevas repercusiones iba a tener en la historia del Irán y del Oriente.
Astiages (585-550 a.C.).
A Ciaxares le siguió en el trono medo su hijo Astiages. Casado con una princesa lidia, la hermana del mítico Creso, y firmemente aliado con Nabucodonosor II, rey de Babilonia y a la sazón su cuñado (recuérdese que Ciaxares había dado a su hija en matrimonio al hijo de su aliado babilónico). Astiages no tenía nada que temer y pudo dedicarse a aumentar la cohesión interna de su imperio. Así, mientras que sus aliados y cuñados, el rey de Lidia Creso y el rey de Babilonia Nabucodonosor II (el cual construyó los famosos jardines colgantes de Babilonia para su esposa irania), se dedicaban a agrandar sus respectivos imperios con nuevas conquistas militares, Astiages dedicaba los largos años de su reinado a centralizar un imperio formado por tribus levantiscas y mal avenidas entre sí[10].

2.2. Los Aqueménidas y el primer Imperio Universal.

Pero las tribus persas del sur, vasallas de los medos desde los días iniciales del reinado de su padre, habían sustituido ya las viejas jefaturas tribales por unos reyes dotados de más poder y por ende, de más capacidad de decisión e independencia. Ya vimos cómo hacia el año 620 a.C., Ciro I, rey de Anshán, se convertía en vasallo de Ciaxares y, como tal, le auxiliaba en sus guerras contra Asiria.

Cambises I.
El hijo de este Ciro, Cambises I, recibiría como esposa, en señal de agradecimiento y para consolidar la posición de los persas dentro del Imperio medo, a la hija de Ciaxares, Mandana[11]. Cambises, padre del futuro Ciro el Grande, supo sacar partido de su nueva situación y hacia 590 a.C. se anexionó Susa, esto es, la totalidad del Elam, con lo que aumentó significativamente el poderío de su reino. De esta manera, Cambises logró convertirse en el vasallo más importante de Astiages. Éste, quizás inquieto por el aumento del poder persa en el seno de su imperio, quiso asegurarse aún más la fidelidad de los reyes persas y concertó con su cuñado, Cambises I, el matrimonio de su hija, Casangana, con el hijo de éste, Ciro, quien pronto alcanzaría el sobrenombre de “El Grande”.

Ciro II (c. 559-529 a.C.).
Ciro, nacido hacia el año 600 a.C. o poco después, era por lo tanto mitad medo y mitad persa y, gracias a su mujer Casangana (hija de Astiages y de la princesa lidia Ariarnis), pariente de la casa real de Lidia.
Ciro II participaba pues, tanto de la nobleza persa como de la meda y debió de tener amigos y partidarios en ambas esferas de poder. Por eso no es de extrañar que cuando, tras subir al trono de su padre, en el año 559 a.C., Ciro comenzara a mostrar signos de independencia y insubordinación frente al poder central de Astiages, encontrara cierta simpatía entre una parte de la nobleza meda. Ciro era un poder temible para el imperio de Astiages, pues no sólo era rey de Anshán y de Susa, sino que estaba logrando que las diez tribus persas se reunieran bajo su única jefatura.
Quizás el factor desencadenante de la sublevación de Ciro contra Astiages fuera el afán de éste por conseguir una mayor cuota de poder frente a sus reyes y nobles vasallos. Fuera como fuese, lo cierto es que Ciro II (rey de Ansha y Susa, y jefe de las diez tribus persas) se alzó contra el rey medo en el año 553 a.C. y, tras diversas alternativas en la lucha, le derrotó en el año 550 a.C. La gran batalla entre ambos soberanos se lidió no lejos del paraje sobre el que Ciro levantaría posteriormente su futura capital, Pasargarda. Tras esta victoria de Ciro, lograda al parecer con ayuda de una parte de la nobleza meda, avanzó sobre Ecbatana, la capital meda, y la tomó aprisionando a Astiages. Con esto acababa de nacer el primer Imperio Persa.
La súbita muestra de poderío dada por los persas, hasta entonces subordinados a los medos, se debe, al parecer de muchos eruditos actuales, al inicio y desarrollo por esos mismos años de nuevas técnicas agrícolas en las áridas tierras de Parsis, el país de los persas. Nos referimos a la construcción y al uso de los llamados quanats, término persa que por intermedio del árabe, dio origen a nuestro vocablo “canal”, y que aún hoy designa en Persia y en Asia central las canalizaciones subterráneas de agua que comunican los cultivos con los acuíferos subterráneos. Se logra así, no sólo traer el agua desde los veneros hasta las huertas, sino también evitar su evaporación por efecto del sol y del calor que reina en la seca superficie. Hoy día se cree que la invención y uso de los quanats permitió a las tribus persas al menos a una parte de ellas abandonar el nomadismo y aumentar su riqueza y población, construyéndose así en Parsis una sólida base de poder sobre la que Ciro y sus persas pudieron desafiar al poder de Media[12].
La derrota y caída de Astiages y de su imperio, provocó la reacción de los aliados de Astiages, Lidia y Babilonia, potencias que buscaban no sólo vengar a su pariente y aliado, sino sacar tajada del fin del reino medo. Pero Ciro no les dejó hacerlo. Ya hemos dicho que Ciro II había logrado vencer a Astiages con el concurso de parte de la nobleza meda, a la que logró atraerse por completo para integrarla con la persa. Ambos pueblos, medos y persas, regirían juntos el nuevo Imperio iranio. Ciro aprovechó la fuerte posición que había logrado en el interior de su propio imperio y procedió a dividir los imperios vecinos para impedir que cuajaran entre ellos una coalición contra Persia. De esta manera pactó con Babilonia y Egipto una paz que aseguraba la neutralidad de éstos ante una posible guerra entre Persia y Lidia. Con la retaguardia segura, Ciro marchó contra Lidia y derrotó a Creso en la famosa batalla de Pteria. Avanzó luego sobre Sardes, la capital de Lidia, y la tomó tras una dura batalla en la llanura frente a la ciudad, sometiendo de esta manera el Imperio de Creso y añadiendo toda Asia Menor a su Imperio.
Esta conquista de Lidia por Ciro tuvo trascendencia en la historia universal y ello por varias razones:
a) en primer lugar, porque con ella los iranios lograban asomarse al Mediterráneo, con lo que por primera vez en la historia, un imperio cuya base se hallaba en Asia Central podía comunicar directamente con el mar Mediterráneo, logrando así que las rutas terrestres y marítimas que unían Asia Central, la India y China, con Mesopotamia, Siria y Asia Menor, estuviesen por completo abiertas al tráfico comercial y además, firmes y seguras en una misma mano. Todo esto –como veremosmarcaría una constante en la política y aspiraciones de todos los reyes persas posteriores, ya fuesen éstos aqueménidas, arsácidas o sasánidas.
b) en segundo lugar, la conquista del reino lidio realizada por Ciro II, daría futura base a las reivindicaciones de los reyes sasánidas sobre las provincias minorasiáticas de la Romania. En efecto, tanto Artashir I, como Shapur I, Shapur II, Cosroes I y Cosroes II, vincularían sus pretensiones de dominio territorial sobre Asia Menor, a la lejana conquista persa de esta región en los días de Ciro el Grande y a la inmediata renovación de dicha conquista por la mano de Darío I[13].
c) en tercer lugar, y aún más importante, la conquista de Lidia fue fundamental en el posterior devenir de la historia universal porque, al dominar el reino lidio, Ciro puso en contacto directo, por primera vez y para siempre, a iranios y a griegos.
En efecto, en Lidia vivían numerosos griegos, ya en calidad de súbditos, ya en la de vasallos. Los griegos habitaban las ciudades de Jonia, Eolia y Caría, así como las ciudades costeras de los mares del Ponto y de Mármara, y constituían para Lidia un manantial casi inagotable de mercenarios y tributos, pero también de sublevaciones y enredos diplomáticos. Al sustituir a Lidia como potencia dominadora del Asia Menor, Persia se metía de lleno en el intrincado dédalo de la política griega de la época y se ponía al alcance de su pujante cultura.

La influencia de ésta se hizo sentir muy pronto. Es cierto que los iranios conocían ya desde hacía un siglo a los griegos y que habían luchado con ellos en sus guerras contra Asiria y Egipto, pues los mercenarios griegos formaban parte de los ejércitos de ambas potencias orientales[14]. Pero ahora, al tener como vasallos a muchos griegos minorasiáticos, los persas vieron cómo miles de trabajadores, artistas y soldados helenos, se ponían a su servicio y les ofrecían sus habilidades. La propia tumba de Ciro en Pasargarda[15] sería en buena medida obra de trabajadores y artistas griegos. Pero los helenos fueron a la vez una fuente inagotable de problemas. Y es que, si Persia había logrado expandirse por Asia, Grecia lo había hecho por todo el Mediterráneo y el Mar Negro.
Cierto es que Grecia no constituía un imperio en el sentido político y militar del término, pero sí un centro de poder considerable. La riqueza de sus ciudades, lo extenso de sus intereses comerciales, sus inagotables reservas de soldados excelentemente armados y entrenados, sus flotas de guerra y su atrayente cultura, hacían de las ciudades de la Hélade un factor decisivo de la política de hegemonía universal que jugaban las potencias del siglo VI a.C.: Persia, Babilonia, Lidia y Egipto.
Persia sería la ganadora indiscutible de dicho “gran juego”, pues, tras vencer a la Lidia de Creso, Ciro II derrotaría también a su otro gran rival: Babilonia. El hijo de Nabucodonosor, Nabonido, fue derrotado por Ciro en 539 a.C. y Babilonia, la mayor ciudad del mundo hasta entonces, cayó en manos del rey persa, junto con todo su imperio. Con este éxito, Ciro lograba crear un imperio como no se había visto hasta entonces, que abarcaba desde el Mediterráneo al Asia Central y desde el Cáucaso a las fronteras de Egipto. Así pues, Ciro, al reunir bajo su mano los antiguos imperios de Asiria, Lidia, Babilonia y Lidia, creaba el primer imperio verdaderamente universal de la historia y era un imperio iranio.
No es pues de extrañar que, pasados los siglos, Ciro fascinara por igual a grecorromanos e iranios. Por citar sólo algunos ejemplos, Jenofonte lo convertiría en prototipo de hombre y príncipe en su inmortal Ciropedia, mientras que Alejandro lo elevaría como uno de sus modelos. Mucho más tarde, los reyes sasánidas llevarían con orgullo el nombre de Ciro, Cosroes en su lengua, el llamado persa medio o Pahlehvi.
Ciro II no se conformó con las conquistas, sino que se dedicó a organizarlas. Centralizó la administración en Ecbatana, Pasargarda y Susa, las capitales iranias de su imperio. Promovió el comercio y aseguró un sistema fiscal equitativo. Otorgó a los pueblos sometidos a su poder (lo que en la época fue una novedad) un régimen de libertad religiosa y de autonomía interna que le granjeó, un notable grado de simpatía popular; una de sus muestras más conocidas se halla en la Biblia, en donde Ciro aparece como un soberano tocado por la mano de Dios y destinado a liberar al pueblo de Israel de la tiranía babilónica y a devolverlo a su tierra. Ciro, primer gran rey persa, sería el Mesías gentil y como se verá a su debido tiempolos judíos y los persas del siglo VII d.C. no lo olvidarían[16]. También creó, o al menos concibió, la primera gran carretera de la historia universal: el camino real persa. Esta carretera, cuyas lindes se hallaban sombreadas por grandes árboles que debían de refrescar el camino y proporcionar alimento a los viajeros, se extendía a lo largo de 2.700 kms, uniendo Sardes, en el Asia Menor Occidental, con Babilonia y Susa, en Mesopotamia y Persia, respectivamente. El camino real persa, con sus postas y sus guardias, no sólo permitía un rápido movimiento a los ejércitos persas, sino sobre todo mantener un trasiego continuo de correos y de información que posibilitaban un control efectivo del amplio imperio.
Tras todo esto, Ciro, el “Sol de Persia” (que eso significa su nombre), se concentró en un ambicioso proyecto de conquista en las fronteras orientales de su imperio: el sometimiento de los pueblos sakas y escitas, comenzando por los masagetas de la mítica reina Tomiris. Ya antes, posiblemente entre el 558 y el 554 a.C., Ciro había conquistado, en una serie de exitosas campañas, las tierras de Aracosia, Aria, Drangiana, Sagartia, Carmania, Gedrosia, Partia, Hircania, Chorasmia, Bactriana y  Sogdiana[17]. Con estas nuevas conquistas, llevó las fronteras de su imperio hasta el Yaxartes (el Sir Daria actual), el Mar de Aral, las mesetas del Pamir y las cumbres del Indu-Khus, el Cáucaso indio de los autores griegos. Con ello, Ciro lograría la coronación de otra constante de la futura política de todos los grandes reyes persas: la pretensión de dominar bajo una única autoridad a todos los pueblos iranios, occidentales y orientales, y la transformación de Persia en el puente indispensable para la comunicación de India y China con el Mediterráneo. Sin embargo, la conquista del Irán oriental trajo otra consecuencia menos agradable para Persia y que también se convertiría en una constante histórica en el devenir de los futuros imperios iranios, a saber: la conversión de Persia, en su nueva frontera nororiental, en valladar de los países civilizados y agrícolas frente al bárbaro e nomadismo de las tribus de las estepas de Asia Central. Víctima de ellas caería Ciro en 530 a.C., cuando combatía a los masagetas, una tribu nómada de lengua irania que habitaba al otro lado del Yaxartes.

Cambises II (529-522 a.C.).
Cambises, hijo de Ciro, conquistaría Egipto y con ello redondearía aún más el dominio universal de Persia. Su prematura muerte, entre rumores de asesinato, provocaría la primera crisis imperial de Persia y el ascenso de los aqueménidas al trono imperial de Persia.

Darío I Aquemenes (522-484 a.C.).
En efecto, Darío I, hijo de Hidaspes (Vistaspa, en persa), que había sido el protector de Zoroastro y que era descendiente de Aquemenes, se alzó con el poder universal, tras derrotar a una serie de rebeldes medos, babilonios y sirios; vencer a varios señores persas y aniquilar a Gaumata, el falso Bardiya. Darío era pariente de Ciro, y para asegurar aún más su parentesco con la casa real persa se casó con la hija de éste, Atosha. Darío fue también un digno sucesor suyo; de hecho, otorgaría consistencia al dominio persa sobre el mundo[18].
En efecto, Darío proporcionó al Imperio Persa unas bases tan sólidas que se mantendrían en pie a lo largo de doscientos años: centralizó y amplió la administración, convirtiendo al arameo (lengua de Babilonia y de los pueblos sirios, y verdadera lengua internacional de la época) en la lengua de dicha administración imperial; fundó una gran capital palaciega y administrativa, Persépolis, que reflejaba con inusitado esplendor el nuevo Imperio Persa; dotó a ese imperio de una moneda, el darico de oro (los famosos “arqueros” de los autores griegos), y de un sistema monetario en correspondencia con las unidades de peso babilónicas que regían el comercio internacional del mundo antiguo desde hacía siglos; internacionalizó el ejército imperial, aglutinando en él contingentes de todas las provincias de su dilatado imperio; creó un cuerpo de ejército de élite, los famosos “diez mil”, que siglos más tarde copiarían los sasánidas; creó el sistema de satrapías y reglamentó el de tributos; en fin, procedió a la apertura de un canal que comunicaba el Mediterráneo con el Mar Rojo y se ocupó de la exploración de las rutas marítimas del Océano Índico y del golfo Pérsico, todo ello con el objetivo de dotar a su imperio de nuevas comunicaciones y vías comerciales. 
Darío sería también un gran conquistador. En el este, derrotaría a los masagetas y a los escitas, y conquistaría Parapomisia, es decir, la región del Cáucaso indio, así como Gandara y Taxila, en el Punjab, la fértil provincia del valle del Indo. Mientras que en occidente pasaría a Europa y conquistaría Tracia, llegando a cruzar el Danubio y el Dniéster, en persecución de los escitas. Así, de nuevo por primera vez en la historia universal, un rey iranio era el primero en ser dueño de un imperio que se extendía sobre tres continentes.
La conquista de Tracia, en cuyas costas había muchas ciudades griegas, y cuyas fronteras suroccidentales limitaban con Macedonia, el más norteño de los estados griegos, puso aún más en contacto a Persia y a Grecia[19]. Los griegos de Asia Menor, sometidos ya por Ciro, vieron en la campaña de Darío al otro lado del Danubio, una oportunidad magnífica para librarse del dominio persa. Contaron para ello con el concurso de algunos de sus hermanos de la Grecia continental, en especial con el de los habitantes de Atenas, a la sazón la ciudad griega más importante. Los griegos lograron al principio éxitos notables y llegaron a tomar Sardes, capital de la Satrapía persa que controlaba la región. Pero al cabo, Darío I, que había logrado salir del avispero escita, movilizó sus recursos y aplastó a las ciudades jonias.
La sublevación griega ponía a Persia frente a una realidad: su dominio del Mediterráneo oriental y del Asia Menor no sería completo ni seguro, si no conquistaba previamente a la Grecia continental. Darío se dispuso a ello y, sin saberlo, marcó otra constante histórica de dimensión y consecuencias universales: la del contínuo enfrentamiento entre grecorromanos e iranios por el dominio de la cuenca del Mediterráneo oriental, y de los países y tierras ribereños de éste. Darío fracasó y también lo haría su hijo Jerjes, pero Persia y Grecia estaban ya tan íntimamente ligadas, que su historia respectiva durante los siglos V y  IV, a.C. no puede estudiarse por separado.
Darío también sería crucial para la futura historia de Persia por una cuestión que determinaría por completo no sólo la historia política de Persia, sino también su modelo de sociedad, su cultura y su organización religiosa. Nos referimos a la vinculación entre el poder de los reyes persas y el zoroastrismo[20].
Ya hemos señalado que Darío era hijo de Hidaspes, el protector de Zoroastro. El hecho es que sería el primer gran rey persa directamente vinculado al zoroastrismo y sobre todo a la divinidad principal de esta religión irania: Ahura Mazda, u Ormuz, como también es conocido en Europa el dios del bien, del fuego y de la luz de los iranios. En efecto, en la famosa inscripción que Darío nos dejó en las rocas de Beistún, no sólo se encomienda a la protección de Ahura Mazda, sino que reconoce su autoridad suprema y su cualidad de fuente de cualquier bondad. En dicha inscripción, Darío acepta también a Ahura Mazda como principio fundamental de su moral y de su ideal de gobierno y legislación. Esta inscripción, como todos los testimonios de los grandes reyes aqueménidas, dejaría una honda huella en la ideología imperial del mundo sasánida, pues los reyes sasánidas se declararían a sí mismos como descendientes y continuadores de los aqueménidas; de ahí que intentaran recrear en lo posible, la totalidad del mundo aqueménida.
Ya en sus aspectos culturales, ya en los ideológicos, ya en los religiosos, para los sasánidas era ante todo indispensable asentar su idea de imperio sobre la legitimidad religiosa y en esto, más que en cualquier aspecto, se mostraron deudores de los aqueménidas y en especial de Darío I Aquemenes. Y así, los reyes sasánidas, al igual que lo había hecho setecientos años antes Darío y el resto de los aqueménidas, vincularon su poder imperial a su condición de adoradores de Ahura Mazda y defensores de su fe, el zoroastrismo. Lo anterior puede comprobarse con facilidad simplemente comparando la inscripción de Beistún, mandada esculpir por el aqueménida Darío I entre 520 y 515 a.C. con la del rey sasánida Shapur I, mandada esculpir por éste junto a otra famosa inscripción de Darío en los impresionantes farallones de Naqsh-i-Rustam, lo que ya de por sí es muy significativo. Aunque ambas inscripciones monumentales están separadas por más de 780 años, mantienen entre sí lazos fundamentales que se superponen a las diferencias de estilo. A continuación reproduciremos el inicio y el final de ambos textos, comenzando por el de Darío I, y continuando con el de Shapur I:

Extractos de la inscripción de Darío I Aquemenes en las Rocas de Beistún[21]:
   
“Soy Darío, el Gran Rey, rey de reyes, rey de Persia, rey de los países, hijo de Vishtapa, nieto de Arshama, un aqueménida. Habla Darío, el rey: mi padre era Histaspes (Vishtaspa); el padre de Histaspes fue Arsames (Arshama), el padre de Arsames fue Ariaramnes (Ariyaramna), el padre de Ariaramnes fue Teíspes (Cispis), el padre de Teíspes fue Aquemenes (Haxamanais). Habla el rey Darío: por esta razón somos llamados Aqueménidas. Desde hace mucho tiempo hemos sido nobles. Desde hace mucho tiempo nuestra familia ha ostentado la realeza. Habla el rey Darío: ocho de nuestra familia fueron reyes con anterioridad. Yo soy el noveno. Nueve reyes hemos gobernado sucesivamente. Habla el rey Darío: por voluntad de Ahura Mazda soy rey. Ahura Mazda me entregó la realeza. Habla el rey Darío: estas son las regiones que se sometieron a mí. Yo me convertí en su rey por voluntad de Ahura Mazda: Persia, Elam, Babilonia, Asiria, Arabia, Egipto, las que están junto al mar, Sardes, Jonia, Media, Urartu, Armenia, Capadocia, Partia, Drangiana, Aria, Chorasmia, Bactriana, Sogdiana, Gandhara, Escitia, Sattagidia, Aracosia, Maka, un total de veintitrés regiones. Habla el rey Darío: éstas son las regiones que se sometieron a mí. Por voluntad de Ahura Mazda se convirtieron en mis dominios. Me entregan un tributo. Lo que ordeno para ellas, de noche o de día, lo hacen.
Habla el rey Darío: en estas regiones al hombre que era leal lo apoyé: a quienquiera que fuese malvado lo castigué. Por voluntad de Ahura Mazda estos países respetan mis leyes. Lo que ordeno para ellas, lo hacen”.

A continuación, la inscripción contiene el relato del ascenso de Cambises, hijo de Ciro, la muerte del hermano de Cambises, Bardiya; la de Cambises y el ascenso al trono de Gaumata el Mago, quien se hacía pasar por Bardiya, y de sus atrocidades; por último el levantamiento de Darío contra Gaumata el Mago. La inscripción continúa así:

“Habla el rey Darío: la realeza que este Gaumata arrebató a Cambises, esta realeza había pertenecido a nuestra familia desde hacía mucho tiempo. Entonces Gaumata el Mago arrebató la realeza a Cambises. Hizo suyas Persia, Media, Babilonia y otras regiones. Se convirtió en rey. Habla el rey Darío: no hubo hombre, ni persa, ni medo, ni babilonio ni cualquier otro, ni ninguno de nuestra familia, que pudiera arrebatar la realeza a Gaumata el Mago. El pueblo le temía enormemente, de modo que él podría matar en gran número a quienes con anterioridad habían conocido a Bardiya. Por esta razón quiso matar a la gente, pues se decía: "no sea que ellos me conozcan, y sepan que yo no soy Bardiya, hijo de Ciro". Nadie osó decir nada sobre Gaumata el Mago hasta que llegué yo. Entonces yo rogué a Ahura Mazda: Ahura Mazda me proporcionó ayuda. Pasaron diez días del mes de bagayadi; entonces, con unos pocos hombres nobles yo maté a ese Gaumata el Mago. En una fortaleza denominada Sikayauvati, en el distrito de nombre Nisaya, en Media, allí lo maté. Le arrebaté la realeza. Por voluntad de Ahura Mazda me convertí en rey. Ahura Mazda me entregó la realeza. Habla el rey Darío: restauré la realeza que él arrebató a nuestra familia y la devolví a su anterior ubicación. Restauré como antes los templos de los dioses que Gaumata el Mago había destruido. Devolví al pueblo los bienes, los rebaños, los sirvientes y las haciendas que Gaumata el Mago les había arrebatado. Devolví al populacho a su lugar. Restablecí la situación anterior en Persia, Media y otras regiones que habían sido arrebatadas. Lo hice por voluntad de Ahura Mazda. Me esforcé hasta que devolví a nuestra casa real su anterior posición. Me esforcé por voluntad de Ahura Mazda, de manera que Gaumata el Mago no se apoderase de nuestra casa real…”

A partir de aquí se enumeran las campañas y gestas de Darío I. La inscripción sigue así:

“Habla el rey Darío: esto es lo que hice. Por voluntad de Ahura Mazda lo hice en un año. Tú que en el futuro leas esta inscripción, deja que lo que afirmo te convenza. No lo consideres una mentira. Habla el rey Darío: juro por Ahura Mazda que esto de lo que he hablado es cierto y no falso. Habla el rey Darío: por voluntad de Ahura Mazda, muchos más hechos llevé a cabo que no han sido recogidos en esta inscripción. No figuran por esta razón, no sea que a quienes en el futuro lean la inscripción de mis hechos éstos les parezcan excesivos, no les convenzan y los juzguen falsos”.

En este punto, la inscripción pasa a enumerar a los nobles que ayudaron a Darío I. Después, Darío les encomienda, a ellos y a sus descendientes, a la protección y favor de sus propios descendientes en el trono real. La inscripción termina invocando de nuevo la protección de Ahura Mazda y relatándonos el procedimiento por el que se dio a conocer al pueblo este relato y en qué lenguas se hizo.

Por su parte, la inscripción de Naqsh-i-Rustam dejada por Shapur I dice así[22]:

“Yo, el Señor Shapur, adorador de Ahura Mazda, rey de reyes de Irán y de las tierras no iranias, cuyo linaje procede de dioses, hijo de Artashir, adorador de la divinidad de Ahura Mazda, rey de reyes de Irán, cuyo linaje procede de dioses, nieto del rey Papak, soy gobernante de Eranshar, y domino las tierras de Persia, Partia, Kuzistán, Mesene, Asiria, Adiabene, Arabia, Azerbaiyán, Armenia, Georgia, Segán, Albania, Balasakán, hasta las montañas del Cáucaso y las Puertas de Albania, y todas las de la cordillera de Pareshwar, Media, Gurgan, Merv, Herat y todas las de Aparshahr, Carmania, Sistán, Turán, Makurán, Paradene, la India, el Kushanshahr hasta Peshawar y hasta Kashgar, Sogdiana y hasta las montañas de Tashkent, y sobre el otro lado del mar, Omán. Y a estas muchas tierras, y a señores y a gobernadores, a todos los hemos convertido en tributarios y en súbditos nuestros. Cuando nos establecimos sobre el imperio, el César Gordiano levantó en todo el Imperio Romano una fuerza desde los reinos godos y germanos y marchó sobre Babilonia contra el Imperio de Irán y contra nosotros. Al lado de Babilonia en Misikhe tuvo lugar una gran batalla frontal. El César Gordiano fue muerto y la fuerza romana fue destruida. Y los romanos hicieron César a Filipo. Entonces el César Filipo llegó a un acuerdo con nosotros y, para rescatar sus vidas, nos entregó 500.000 denarios de oro y se convirtió en tributario nuestro. Y por esta razón hemos renombrado Mishike como Peroz-Shapur. Y el César mintió de nuevo y perjudicó a Armenia. Entonces atacamos el Imperio Romano y aniquilamos en Barbalissos una fuerza romana de 60.000, y Siria y las regiones en torno a Siria fueron todas incendiadas, arruinadas y saqueadas”.

A partir de aquí sigue la inscripción de Shapur I con la enumeración y descripción de sus campañas contra los romanos. El texto termina así:

“Y deportamos hombres del Imperio Romano, de tierras no iranias. Los asentamos en el Imperio de Irán en Persia, Partia, Kuzistán, Babilonia y otras tierras donde existieron dominios de nuestro padre, abuelos y nuestros ancestros. Descubrimos para la conquista muchas otras tierras y ganamos fama de héroes, que no hemos inscrito aquí, salvo por lo ya señalado. Ordenamos escribirlo para que cualquiera que venga después de nosotros pueda conocer nuestra fama, nuestro heroísmo y nuestro poder”.

Si se leen con cuidado las dos inscripciones, se advertirá al momento que, pese a la diferencia aparente de los textos, ambos reyes, Darío y Shapur, mantienen entre sí el fuerte vínculo de una misma filosofía política y religiosa. En efecto, ambos reyes se definen como seguidores del mismo dios, Ahura Mazda, el cual ocupa en los textos un lugar preferente; ambos ponen también mucho cuidado en ofrecer a los posibles lectores una idea clara de su linaje, y de la nobleza y gloria del mismo; los dos se definen también como arios y como señores del Irán y del no Irán; ambos dan la lista de sus dominios y muestran su poder omnímodo sobre ellos y los pueblos que los habitan; además, hacen un relato pormenorizado de sus campañas y gestas, mostrándose como héroes y excelentes guerreros; ambos enumeran las provincias que sus enemigos dominaban y relatan su conquista; los dos certifican la maldad de sus enemigos, su doblez y lo justo de su guerra contra tan pérfidos hombres; además, los dos reyes persas sugieren en sus textos que sus acciones iban encaminadas a salvar al Irán de las maldades de sus enemigos; constatan también que sus antepasados detentaron la auténtica soberanía sobre las regiones que ellos han rescatado de los enemigos; ambos, en fin, hacen protestas de humildad y dicen silenciar sus hechos más notables, ya por un sentido de humildad y un espíritu de contención, ya por miedo a la incredulidad de los hombres ante acciones de reyes tan magníficos.
Una misma idea étnica. Una misma concepción imperial del poder y de la realeza. Un mismo Dios y una misma idea religiosa. Una misma imagen del soberano ideal. Todo eso es lo que une a la Persia de Darío con la de Artashir, lo que vincula a la Persia que conquistó Alejandro con la que sometieron los árabes. Y es que Ciro y Darío aportarían a los sasánidas los modelos a imitar. Así, los reyes sasánidas reivindicarían las antiguas conquistas hechas por Ciro y Darío, e imitarían la indumentaria, el ceremonial, las inscripciones, el arte aqueménida… Por ofrecer un ejemplo muy significativo de esta “obsesión sasánida” por lo aqueménida, veremos cómo los reyes sasánidas se rodean de una guardia de élite, los zhayedan, es decir, los “inmortales”, que no sólo copiaba el sentido, número (10.000 hombres) y nombre del antiguo cuerpo de guardias y soldados reales de Darío y sus sucesores, sino que además vestían unos uniformes que eran la viviente emulación de los que podían verse en los bajorrelieves de Persépolis[23].
Así que –repitámoslo una vez más– la obsesión por el gran modelo imperial del pasado marcaría toda la historia sasánida y es la razón por la que nos hemos detenido en narrar aquí los orígenes de dicho modelo imperial. Pero prosigamos ahora, de forma mucho más breve, con el resto de la historia irania hasta los días de la llegada de los sasánidas al trono del Eranshar.

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La segunda mitad del siglo V a.C. y la primera del IV a.C. marcaron una cierta decadencia de Persia. Continuas sublevaciones de sátrapas y de provincias levantiscas (la más formidable de las cuales sería Egipto), provocaron que Persia cesara en su expansión imperial y relajara su control administrativo directo sobre sus provincias más lejanas, favoreciendo con ello el ascenso de la nobleza feudal irania, la cual controlaba las provincias iranias, buena parte de los puestos relevantes en las distintas satrapías y una parte considerable del aparato administrativo, palaciego y militar del imperio.

Artajerjes III (359-338 a.C.).
Artajerjes III conseguiría detener el proceso mediante incesantes campañas militares y reactivando el control imperial sobre los sátrapas y la administración. A su muerte (338 a.C.), los conflictos internos y la consolidación de un gran poder en la frontera occidental de Persia, en el Egeo, darían al traste con sus esfuerzos renovadores y precipitarían al Imperio Persa y a los iranios, a su primera gran crisis imperial.
Ese gran poder surgido al occidente del Imperio Persa, no era otro, claro está, que la Macedonia de Filipo II y de Alejandro Magno. Ya hemos señalado que Persia y Grecia quedaron íntimamente ligadas entre sí desde que ambos mundos en expansión, el iranio y el griego, entraron en colisión a fines del siglo VI a.C.. Desde entonces, Grecia (o por mejor decir, los griegos) y Persia no cesaron de intervenir constantemente en sus respectivos asuntos, intereses y cultura, ya por la guerra, ya por la diplomacia, ya por el comercio o la cultura.
Así, Persia, aprovechando las guerras por la hegemonía que se produjeron en Grecia tras la II Guerra Médica, llegaría a convertirse en el árbitro de los conflictos griegos. En efecto, el oro persa sería el factor decisivo y último en el triunfo de Esparta sobre Atenas. Más tarde, ya en el siglo IV a.C., el oro persa y su diplomacia derrotarían a una Esparta demasiado ambiciosa. Tras esto, la llamada Paz de Antalcidas (371 a.C.) consagraría a Persia como potencia garante del equilibrio político entre las polis griegas.

2.3. La conquista griega y la reacción de los partos arsácidas.
Pero no iba a ser un logro duradero. En el norte, Macedonia, el único estado griego continental que había tenido una frontera terrestre con una satrapía persa, la de Tracia, iba a vencer y a dominar al gran imperio iranio.

Filipo II (359-336 a.C.).
Este gran soberano convertiría su reino en una gran potencia militar y económica. En victoriosas campañas, vencería a ilirios, tracios, tesalios, tebanos, focenses y atenienses, y se impondría como hegemon (es decir, como nuevo poder hegemónico en Grecia) a las numerosas polis griegas.
Ahora bien, Persia, cuyos intereses se proyectaban desde hacía siglos sobre el Egeo, no podía permitir la aparición de un poder hegemónico entre los griegos. Por otra parte, Filipo II necesitaba consolidar su reciente hegemonía helénica y ello implicaba hacer olvidar a los griegos sus recientes derrotas frente a Macedonia. Y ese necesario “olvido” demandaba una causa y un enemigo común. La conjugación de estos dos factores determinaba, de forma inevitable, el choque entre Macedonia y Persia, que Filipo preparó pero que no pudo llevar a cabo. Su hijo Alejandro, tras volver a someter a los griegos, lo haría en su lugar.

Alejandro Magno (336-323 a.C.).
En una serie de fulgurantes campañas que se extendieron entre 334 a.C. (batalla del Gránico) y 330 a.C. (batalla de Gaugamela) el edificio del Imperio iranio, levantado sobre las conquistas de Ciro y de Darío, se vino abajo. Derrotados sus grandes ejércitos y perdidas sus provincias no iranias, Persia se enfrentaba por primera vez en su historia con un enemigo que se disponía a someter directamente los territorios propiamente iranios.
Entre 330 y 327 a.C., Alejandro surcaría los caminos del Irán, dominando, una tras otra, todas las provincias iranias del Imperio de los aqueménidas. No obstante y como haciéndose cargo de su nueva situación, tras la muerte de Darío y su intencionada destrucción de Persépolis, Alejandro dejó de mostrarse ante los persas como conquistador y comenzó a buscar su integración en el nuevo imperio creado por él. En ese Imperio de Alejandro, griegos y persas debían de compartir el poder[24]. En consecuencia, Alejandro busca entroncar su poder con la dinastía Aqueménida. Y así, tras el asesinato por los nobles persas de Darío III (330 a.C.), Alejandro se presentará ante los iranios como vengador del difunto rey. Con este gesto y con su matrimonio con la hija de Darío III, Alejandro buscaba ser reconocido como legítimo heredero de Darío III y por lo tanto, como continuador de las glorias aqueménidas.
Por lo mismo, Alejandro restaurará la tumba de Ciro II el Grande en Pasargarda y tomará a este gran rey como su modelo. Adoptará varios de los símbolos y atributos de la realeza y soberanía persas, llegando a usar el ceremonial persa de la corte aqueménida, incluida la proskynesis (odiosa para los griegos) y haciéndose coronar con la corona imperial persa, la diadema perlada, la futura Stema de los emperadores romanos y bizantinos. Alejandro levantará también tropas persas, armándolas y entrenándolas al modo griego. Se servirá de la administración aqueménida para gobernar su imperio y confiará a nobles persas el gobierno de importantes provincias y ciudades, así como de departamentos de la administración. Para que la fusión entre griegos y persas fuese completa, Alejandro promoverá los matrimonios mixtos y las alianzas entre la nobleza macedonia y la irania. Así empuja a sus generales a contraer matrimonio con nobles persas y llega a celebrar, durante las famosas bodas de Susa, ceremonias multitudinarias de matrimonio entre soldados griegos y mujeres persas.
Tras el sometimiento del Irán oriental, su nuevo matrimonio con una princesa irania (esta vez con la hermosa Roxana) y su campaña india, Alejandro tenía dispuestas las bases para consolidar su nuevo imperio greco-persa. Su prematura muerte dió al traste con aquella fascinante posibilidad, volviendo a dejar a griegos e iranios frente a frente.
En efecto, aunque Seleuco I se hiciera con el poder en las viejas provincias persas tras las incesantes guerras entre los Diádocos, aunque estuviera casado con una princesa persa, Apama, aunque el hijo de esta noble irania, Antioco I, ascendiera a la muerte de su padre al trono seleúcida, griegos y persas volvían a batallar[25]. En Atropatene, en la Media superior, el noble persa Atropanes logró levantar un nuevo reino iranio. Más al este, los parnos, una belicosa tribu de nómadas iranios, comenzó a tantear la frontera nororiental del Imperio seléucida, hacia el 280 a.C., e inició su instalación en la provincia de Partia, de cuyo nombre tomarían esos nómadas iranios su nueva denominación: partos. En fin, en todas partes del Irán surgen sublevaciones y levantamientos contra los griegos. Cierto es que éstos logran echar raíces en el país, docenas de ciudades griegas, o por mejor decir, helenizadas[26], florecen en el Irán de fines del siglo IV y del III a.C., y miles de colonos y mercenarios griegos se establecen en ellas, haciendo surgir a su paso un helenismo iranio; pero en lo sustancial, el Irán permanece fiel a sí mismo y dispuesto a sacudirse la dominación extranjera.
A mediados del siglo III a.C., la sublevación del reino greco-iranio de Bactriana y el surgimiento del primer Reino parto por obra de las conquistas de Arsaces I, fundador de la dinastía arsácida[27], anuncian ya el fin del imperio griego de los seléucidas.
Lenta pero imparablemente, los iranios, agrupados bajo los estandartes de los arsácidas[28], van destruyendo el poder seleúcida. Hacia el año 141 a.C., los partos expulsan a los griegos de las provincias de Media y Persia, y en el 125 a.C. derrotan por completo a los últimos grandes ejércitos seleúcidas y logran controlar la totalidad de Mesopotamia, asentando sus reales en Ctesifonte, junto al Tigris y frente a Seleucia de Babilonia, la gran ciudad helénica de Mesopotamia.
No obstante, el dominio griego no había sido estéril. Los partos, que se habían establecido en el Irán oriental como adalides del zoroastrismo y de las esencias iranias frente al dominio griego, pasan, tras su conquista de Mesopotamia, a querer ser representados como restauradores de los aqueménidas, pero a la par desean también ser percibidos como defensores y amigos del helenismo. Esta doble faz de los arsácidas sería su gloria, pero también su perdición, pues el “nacionalismo” iranio puesto en marcha por los sasánidas aprovecharía ese filohelenismo arsácida y el origen bárbaro, no puramente persa de los arsácidas, contra los soberanos partos.
Partia quería ser la heredera de los aqueménidas, pero los partos no eran sino bárbaros para muchos persas. Además, pronto surgió otro reino iranio en el Irán oriental que socavó el poder parto: los kuchana.
Se trataba de un pueblo iranio que invadió Sogdiana y Bactriana a mediados del siglo II a.C. desplazando hacia la India a los soberanos griegos de la Bactriana[29]. Este desplazamiento hizo que el helenismo permeara aún más a la civilización india y al budismo, provocando un arte y una brillante renovación del pensamiento hindú, algunos de cuyos magníficos frutos serían el arte greco-budista o de Gandara y las archiconocidas Cuestiones del rey Menander, uno de los textos cúlmen de la literatura budista, cuya estructura y contenido están ampliamente influenciados por los Diálogos platónicos[30].
Los kuchana, mezcla heterogénea de diversas tribus nómadas iranias y tocarias de lengua indoeuropea, cuyos pueblos aparecen en las fuentes chinas como los Yuesth-ti, Wu-Sun y Tukara[31], no tardarían en seguir el camino de los derrotados reyes greco-bactrianos e invadirían el norte de la India. Formaron así un gran imperio que, extendiéndose entre el Mar de Aral y los aledaños occidentales del valle del Ganges, y entre el Oxus (actual Amu Daria) y el valle de Fergana, en el actual Turquestán chino, mezclaba en su interior lo iranio, lo indio y lo griego, a la par que controlaba el comercio de la ruta de la seda y privaba a los partos del prestigio de ser la única potencia irania.
Sin los recursos del Irán oriental, sin el control directo de las grandes rutas de comercio con el Oriente, Partia no podía disponer del poder necesario para imponerse al levantisco mundo de los señores feudales iranios. El Irán siempre había sido un mundo regido por grandes familias nobles, pero mientras que los aqueménidas habían logrado en sus etapas de gloria compaginar sus intereses con los de los grandes nobles iranios, los partos, sin el prestigio ni los recursos de los antiguos reyes aqueménidas, no lograron sino colocarse, en los peores momentos, en una situación de primus inter pares, y en los mejores, en el papel de déspotas orientales. Instituciones arsácidas como el senado o asamblea de nobles, o como el consejo de sabios y magos[32], hubiesen sido impensables en el Irán aqueménida, como también lo serían en el posterior Irán sasánida. La fuerza de las grandes familias nobles dentro del Imperio parto (como las de los Suren, los Mihran o los Karen[33]) tampoco tenía paralelo con la época aqueménida. Por el contrario y en este caso, el del gran poder de las grandes familias nobles dentro del imperio, los arsácidas y los sasánidas, sí tuvieron entre sí claros nexos y líneas de continuidad.
Todo esto dibujaba una situación claramente distinta a la que se había esbozado en el Eranshar de los aqueménidas. Una situación que, cuando las derrotas ante Roma comenzaron a ser más frecuentes y devastadoras (esto es, durante el siglo II d.C.), llevó a los partos a la desesperación[34].

2.4. La larga disputa de Roma y Partia por Oriente.
En efecto, al occidente, Roma se había hecho con la hegemonía sobre el Mediterráneo. Aquella ciudad latina, inmersa en un largo proceso de helenización iniciado en el siglo VI a.C., había logrado someter toda la península itálica a su dominio, derrotar a griegos y cartagineses y, a continuación, someter y luego conquistar por completo al Oriente helenístico surgido tras la muerte de Alejandro y de las luchas entabladas entre sí por sus generales.
En efecto, ya en Cinoscéfalos (198 a.C.) los romanos derrotan a los macedonios[35] y poco después, en Corinto, ante los enviados de las ciudades griegas, Roma demostraba su filohelenismo proclamando la libertad de las polis de la Hélade. Roma se metió de lleno en Oriente, interviniendo, primero, en los conflictos entre las ligas y ciudades griegas; más tarde, adoptando una política de dominio y hegemonía sobre los reinos helenísticos. Por último, pasando a la conquista sin más. Así, en 188 a.C., tras derrotar por completo al más poderoso estado helenístico, el Imperio Seleúcida, lo confinó a la condición de potencia de segundo orden, mientras que Pérgamo, Bitinia y Egipto se iban sumiendo cada vez más en una posición de vasallos o satélites de la poderosa república latina. Y en Grecia propiamente dicha, Rodas, Etolia, la Liga del Peloponeso, Atenas y Esparta, no eran sino molestos vecinos en continua disputa y a los que se comenzaba a ver como a posibles provinciales del naciente Imperio.
Así fue. En 168 a.C., Macedonia fue de nuevo derrotada y convertida en cuatro repúblicas subordinadas a Roma. Veinte años más tarde, en 149 a.C., las ciudades griegas cometerían el error de enfrentarse a la nueva potencia filo-helénica. De manera que en 146 a.C., tras la destrucción de Corinto, Grecia pasaría a ser provincia romana junto con la también rebelada y al momento de nuevo debelada, Macedonia. En 125 a.C. le llegó el turno a Pérgamo; en el 65 a.C., al reino Seleúcida, y por fin, en el año 30 a.C., al Egipto de los Lágidas.
Grecia y el Oriente helenístico, el mundo surgido tras Alejandro, se integraba dentro del nuevo mundo romano[36]. Y así, a lo largo del siglo I a.C., Roma y los iranios quedaron frente a frente. Fue precisamente en los territorios fronterizos entre ambos mundos a los que antes hemos aludido, donde se iniciaron los primeros choques entre Roma y el iranismo. En efecto, alrededor del año 100 a.C., Mitrídates del Ponto, rey de una antigua familia de la nobleza persa que reinaba sobre un reino a caballo entre el helenismo y el iranismo, había creado un imperio en Asia Menor[37]. El choque con Roma fue inevitable y se prolongó a lo largo de más de tres décadas.
Tras las guerras mitridáticas, Roma se enfrentó a otra potencia semi-irania: la Armenia de Tigranes el Grande. Los armenios habían surgido de la mezcla de los antiguos urarteos (descendientes de los hurritas), con los pueblos de estirpe tracio-frigia que llegados en diferentes oleadas a la región de la futura Armenia, entre los siglos XII y VII a.C., terminaron por imponer su lengua a los nativos del país. Armenia había sido conquistada por Ciaxares y formado parte del Imperio medo. Con Ciro pasó al dominio persa y es en concreto en la inscripción de Darío en Beistún, donde aparece por primera vez en la historia el nombre de Armenia, la decimotercera satrapía del Imperio Persa. Con los persas se inició un fuerte proceso de iranización del territorio: la nobleza del país adoptó numerosas costumbres y maneras persas y los sátrapas persas llegados a Armenia favorecieron este proceso de aculturación.
Alejandro Magno, tras su conquista del Imperio Persa, apenas si había esbozado sobre Armenia un dominio nominal y tras su muerte, ésta se configuró como reino independiente y así se mantendría frente a los seleúcidas a lo largo de todo un siglo (322-222 a.C.) hasta que éstos lograron someterlo a su poder. Fue un dominio breve, pues el avance parto a través del Irán y la creciente debilidad de los seleúcidas tras su derrota frente a Roma en 188 a.C. favorecieron los deseos de independencia de los armenios que, divididos en dos reinos –Armenia mayor y Armenia menor– fueron agraciados con la independencia hacia el año 188 a.C. Sin embargo, pronto Armenia volvió a reunirse en un único reino que, gracias al cada vez mayor prestigio de los arsácidas partos, vio renovadas en su interior las viejas influencias iranias.
Armenia, que dominaba los caminos entre Asia Menor, el Cáucaso, el Caspio y el norte del Irán, ocupaba una posición central en el cercano Oriente; de ahí que, como todo cruce de caminos que se precie, constituyera un país de confluencia cultural. Iranismo, helenismo y las viejas tradiciones autóctonas se entremezclaban en la Armenia que se toparon los romanos en la década de los setenta del siglo I a.C. El rey armenio era en esos años Tigranes I el Grande y con él Armenia se transformó en un imperio. Tigranes derrotó a los partos, conquistó grandes porciones de la Albania caucásica y de Iberia, se anexionó parte de Capadocia, conquistó Comagene, Osrhoene, Sofene y Adiabene; sitió Antioquía y se disponía a hacerse con lo que quedaba del Imperio seleúcida en Siria cuando aparecieron las legiones de Lúculo en sus fronteras.
Tigranes I reunió lo que pudo de sus dispersos ejércitos y marchó contra Lúculo, quien se había detenido ante Tigranocerta, la capital de Tigranes, para tomarla. Tigranes intentó romper el asedio de su capital, pero fue derrotado. No obstante, en compañía de su suegro, Mitrídates del Ponto, Tigranes pudo retirarse a las montañas y hostigar a los romanos hasta que éstos, en retirada hacia Capadocia, se vieron gravemente dañados por los ataques conjuntos de Tigranes y Mitrídates. Tigranes volvió a reconstruir su Imperio, pero por poco tiempo, ya que Pompeyo Magno tenía el encargo del Senado de terminar lo que Lúculo había iniciado: el sometimiento definitivo del Ponto y de Armenia[38]. Pero Pompeyo haría mucho más que eso: derrotó al Ponto y a Armenia, aunque permitió al viejo Tigranes seguir gobernando una Armenia disminuida como vasallo de Roma; pero se anexionó además, la Siria Seleúcida e impuso un férreo vasallaje a todo el Oriente helenístico y a la Judea macabea.
La derrota de los armenios y la anexión de la Siria seleúcida, provocó que Roma y el Imperio parto de los arsácidas terminaran por tener una frontera común y por quedar, definitiva y directamente al fin, frente a frente.
En el siglo I a.C., cuando Sila llegó cerca de la frontera de Partia con sus legiones tras derrotar a Mitrídates, Partia y Roma habían llegado a un acuerdo amistoso que situaba en el Eúfrates la frontera entre las esferas de influencia y dominio de ambos imperios. Pero lo que era aceptable cuando ambas potencias estaban lejos de tener un control total de las regiones que se extendían entre sus dominios efectivos, era inaceptable tras las conquistas de Pompeyo y la definitiva expansión parta hacia Occidente. El fin de los seleúcidas y de la Armenia imperial de Tigranes, habían echado abajo los últimos muros que se interponían entre las ambiciones de Partia y Roma, y con el derrumbe de esos muros también se venía abajo cualquier posibilidad de que ambas potencias pudiesen coexistir pacíficamente.
Ahora ambos imperios, en plena fase expansiva, poseían una frontera común y sobre todo, intereses contrapuestos. Roma, al anexionarse los restos del imperio Seleúcida y siendo fiel a su filohelenismo, se veía en la obligación ante sus nuevos y helenizados súbditos orientales, de presentarse ante ellos como defensora del helenismo frente a la renaciente Persia arsácida. Además, la conquista de Siria y de Asia Menor implicaba la necesidad de que, o bien se dominara Armenia y Mesopotamia, o bien se impidiera el dominio de una gran potencia sobre ellas. Ninguna de esas dos posibilidades eran factibles hacia el año 65 a.C., pues Roma no sólo no controlaba Mesopotamia y Armenia, sino que la destrucción del gran reino armenio de Tigranes  por Pompeyo apartaba del camino de Partia el último obstáculo para consolidar su dominio sobre Mesopotamia y extenderlo sobre Armenia en cuanto ello fuese posible. Una vez logrado esto, Partia, como sucesora de la vieja Persia aqueménida y vencedora de los seleúcidas en el Irán y la Mesopotamia, aspiraba a conquistar Siria y lograr así la siempre codiciada salida al mar Mediterráneo. La guerra entre ambos imperios era pues inevitable y de nuevo, bajo la autoridad de dos pueblos subyugados por sus culturas y tradiciones, la helenizada Roma y aquemenizada Partia, helenismo e iranismo, volvían a disputarse el dominio hegemónico sobre el Oriente y el Mundo Antiguo.
Para entonces, Roma se había hecho con un imperio en Occidente. Primero en Hispania y luego en la Galia, las legiones romanas conquistaron nuevas provincias en las que el helenismo llegaba revestido de lengua y esencias latinas, pero que no por ello dejaba de echar raíces y de dar nuevos frutos. Lo que Grecia había esbozado y planteado, Roma lo llevaba a cabo y lo hacía sin renunciar a sí misma. Roma era helenismo, pero iba mucho más allá de lo que éste había ido. Roma completaba a Grecia y la prolongaba hacia lugares que Grecia nunca hubiera alcanzado por sí misma. Las aportaciones y creaciones romanas en los campos del arte militar, de la arquitectura y de la ingeniería, de la ideología política y social, del derecho y de la administración, de la economía… su cuidadoso cultivo de la lengua latina, su fe en sí misma y en su “misión civilizadora”, hicieron de Roma un Imperio universal, el único poder capaz de lograr la unificación de los países de la cuenca mediterránea. Nadie, ni antes, ni después de Roma, ha logrado otro tanto.
Fue justo en este momento en el que Roma acababa de completar y ampliar lo que el helenismo había esbozado sobre el Mediterráneo, cuando Roma y Partia, como renovando el viejo e interminable debate entre griegos y persas, entre seleúcidas y arsácidas, volvían a guerrear por el control de las tierras que circundan las riberas orientales del Mediterráneo y las márgenes del Eúfrates.
En efecto, Craso, uno de los famosos triunviros, se lanzó contra la frontera parta en el año 53 a.C., sufriendo una derrota[39]. Miles de soldados romanos quedaron tendidos sobre las estepas que rodeaban Carras[40] y varios miles más fueron arrastrados como colonos y esclavos hacia las lejanas provincias orientales de Partia. El triunviro y su hijo fueron muertos, y no pocas de las águilas y estandartes de las siete legiones romanas, de los cuatro mil jinetes auxiliares y de los ocho mil arqueros sirios que componían el ejército romano derrotado por los partos, terminaron como trofeos en los templos y palacios arsácidas.
El vencedor de los romanos, autor de la victoria irania sobre los nuevos aniran del oeste (los romanos), pertenecía a una vieja familia feudal irania que hundía sus raíces en la Persia aqueménida. Dicha familia había sabido sobrevivir a la conquista de Alejandro y al dominio seleúcida sin perder sus privilegios y posesiones, y se había incorporado al nuevo Imperio iranio de los partos ocupando en él una posición privilegiada que les convertía hereditariamente, en jefes militares de los grandes ejércitos partos y en detentadores del privilegio de coronar con sus manos a los reyes arsácidas. Esta familia era la de los Suren, los cuales como ya dijimos supieron sortear la caída de los arsácidas y ocupar una posición de privilegio en el nuevo Imperio iranio de los sasánidas y sobrevivir a éstos tras la conquista islámica. El ilustre miembro de tan vetusta familia, que tuvo el mérito de vencer a Roma y detener su expansión en el Oriente, se llamaba Rustam Suren-Pahlav y era general en jefe de los ejércitos del Irán. De hecho Surena –como fue llamado por los autores griegos y latinos que narraron el desastre romano de Carras– era el verdadero dueño de Partia. A él debía el rey parto Orodes el trono y la vida, y en su mano había puesto Orodes los ejércitos de todo el país. De manera que Surena aparece en las inscripciones arsácidas y en la tradición sasánida posterior, como Spahbodh Rustam Suren-Pahlav; es decir, Rustam Suren Pahlav, general de los ejércitos del Irán.
Surena no pudo disfrutar de su triunfo mucho tiempo. Su rey Orodes, tras firmar la paz con Armenia y trabar con ella una alianza dinástica, se dispuso a invadir la Siria romana. Los ejércitos partos cruzaron el Eúfrates, pero Orodes desconfiaba de su triunfante general Rustam Suren y decidió asesinarlo. Con ello salvó a Siria y al Oriente romano, pues, sin la genialidad táctica de Surena, los ejércitos del rey Orodes no eran ya rivales para las legiones romanas y éstas, aunque muy disminuidas tras la gran derrota de Carras, consiguieron rechazar a los partos y obligarles a cruzar de nuevo el Eúfrates. Los arsácidas no pudieron sacar pues, mucho rédito de su gran victoria, excepto el de arrebatar Armenia de la esfera de influencia romana y trasvasarla a su propia esfera de poder, pero a cambio se hicieron con un terrible enemigo en el interior de su reino. La poderosa familia de los Suren recordaría siempre aquel agravio de los arsácidas, el asesinato de su afamado miembro, Rustam Suren, y cuando Artashir, el primer sasánida, se levantara contra Partia, los Suren le prestarían su apoyo[41].
Roma no tardó mucho en responder al desafío parto que significaba Carras. Ya en el año 44 a.C., César se hallaba organizando una nueva expedición contra Persia cuya misión sería la de vengar a Craso y conquistar todo el Imperio parto. Pero César fue asesinado y el ejército por él reunido contra Partia acabó destinado a luchar en las guerras civiles y no a dominar el Oriente.
Mientras tanto, Partia consolidaba su dominio sobre la alta Mesopotamia y Armenia, y tanteaba continuamente las fronteras de la Siria romana. Las guerras civiles que estallaron en Roma tras el asesinato de César le dieron, además, una nueva oportunidad para hacerse con el control de todo el Oriente. En efecto, Bruto y Casio, enfrentados a Octavio y Marco Antonio, enviaron a Partia una petición de auxilio. El rey parto firmó con ellos una alianza y les envió oro. Labieno, el embajador de Bruto y Casio en la corte arsácida, planeaba también obtener soldados partos, pero la derrota de Filipos, en la que Bruto y Casio fueron derrotados y muertos, transformó a Labieno en un exiliado. No se alteró por ello y, poniéndose al servicio de Partia y con un ejército en el que él y el joven príncipe parto Pacoro actuaban como generales, invadió Siria y Asia Menor. En brevísimos meses, Siria, Capadocia, Ponto, Cilicia, Asia… fueron domeñadas por los ejércitos partos de Labieno y Pacoro. Partia parecía a punto de coronar su sueño y de revivir las glorias aqueménidas. Pero al cabo, los romanos se rehicieron y derrotaron a Labieno y Pacoro. Tras esta nueva victoria romana, el Eúfrates volvió a su condición de límite entre dos imperios, entre dos mundos que se acechaban mutuamente.
Ante esta situación, Marco Antonio, uno de los triunfadores de Filipos, y que se había hecho con el dominio de la parte oriental del Imperio Romano, se dispuso a engrandecer su nombre y a reforzar su posición frente a su ambicioso aliado, Octavio, logrando derrotar y conquistar a Partia. Marco Antonio conduciría su ejército contra Partia al igual que antes lo hiciera Craso. Pero mejor estratega que aquél, no abordaría el territorio parto desde el Eúfrates, donde la caballería arsácida sería superior a su infantería romana, sino por las montañas de Armenia. Así fue como los romanos llegaron hasta la Media Atropatene[42] y con ello tocaron por primera vez suelo propiamente iranio. Pero Marco Antonio tuvo que retirarse y en su periplo por la Media y la Armenia sufrió cuantiosas bajas, quedando su prestigio mermado en la empresa oriental de conquista que había concebido. Partia estaba resultando ser una conquista difícil para Roma. Así lo entendió Octavio, el cual, tras vencer a Marco Antonio en la batalla de Actium (31 a.C.) y anexionarse Egipto a su imperio, decidió dejar a un lado los planes de conquista de Partia diseñados por su difunto tío, César, y alentados por buena parte de la opinión pública de la Roma de su tiempo, y buscar un acuerdo con la potencia irania.
Lo logró y con ello, tras un periodo de casi treinta años de guerra con distintas alternativas, Roma y Partia se reconocían como grandes potencias y se dividían el dominio del Oriente. Roma retendría Siria, Palestina y Asia Menor; Partia tendría a su vez el dominio sobre Armenia y Mesopotamia. Pero la geopolítica no estaba de acuerdo con aquellos deseos de paz. Repitámoslo: la seguridad de Mesopotamia y el Irán, exigían el dominio de Armenia y Siria; mientras que, por su parte, la posesión de Siria y Asia Menor sólo podían afianzarse mediante la conquista o subordinación de Armenia y la alta Mesopotamia.
En el siglo I d.C., en tiempos de Nerón, la guerra volvió a encenderse entre ambas potencias y de nuevo fue Armenia el motivo de la guerra. Corbulón, un eficaz general, logró varios triunfos para Roma, pero en última instancia la situación quedó estancada[43]. Este estancamiento terminaría con la elevación al trono armenio de un arsácida, lo cual era un triunfo para Partia, pero conservando el reino armenio su autonomía, lo cual era una pobre garantía para Roma. Así que ninguna de las dos potencias había satisfecho por entero sus aspiraciones.
A inicios del siglo II d.C. la rivalidad entre Partia y Roma permanecía abierta y en espera de un desenlace. Fue en esos mismos años cuando la rivalidad entre ambas potencias tomó un giro inesperado. Su autor sería Trajano (98-117 d.C.). Éste comprendió magistralmente (como lo hizo antes que él César) la verdadera cuestión que se ventilaba en las fronteras orientales de su Imperio: que sólo el dominio efectivo sobre Armenia y Mesopotamia podía asegurar, a la larga, no ya la pervivencia de la dominación romana sobre Siria, Palestina, Egipto y Asia Menor, sino la propia independencia económica y militar de Roma. Si Partia llegaba a transformarse en algo más que un conjunto mal avenido de reinos vasallos de los arsácidas o era sustituida por un nuevo y más centralizado reino iranio (como acabaría sucediendo cien años después de Trajano cuando los sasánidas sustituyeron a los arsácidas) Roma se vería en la disyuntiva de, o ceder el Oriente a los iranios y perder con ello sus bases económicas y militares, o guerrear continuamente a un nivel y de una forma como no se había visto obligada a hacerlo desde los días de sus guerras contra Cartago. La situación podía llegar a ser especialmente crítica si a la par que se consolidaba una nueva potencia irania en el Oriente o se reafirmaba el  poder de los partos, surgiera en las fronteras danubianas o renanas del Imperio, un poder militar destacable. Y eso era precisamente lo que estaba sucediendo en los días de Trajano y lo que sucedería cien años más tarde cuando los sasánidas sustituyeron a los arsácidas y los germanos despertaran a la historia.
Cuando Trajano llegó al poder, el reino dacio de Decébalo, en el Danubio, estaba conformándose como un poder capaz de desafiar a Roma y si ésta se veía en la coyuntura de tener que luchar contra dos grandes potencias en los dos frentes a la vez, el danubiano y el oriental, era bastante posible que fuera derrotada, o que el esfuerzo que tuviera que realizar para salir airosa de tan peligrosa situación, fuera excesivo. Pero Trajano disponía de una concepción realmente universal de su imperio. En su época, el gran comercio romano se dirigía hacia Oriente: de allí venían sedas, piedras preciosas, especias, frutas y productos exóticos, marfiles, tapices y brocados, perlas, perfumes, etc, en fin, todas las materias preciosas que Roma demandaba y que eran elaboradas o reelaboradas en los talleres de las ciudades de Siria, Egipto y Asia Menor. Así, por ejemplo, la seda china no se vendía en bruto o tal como venía tejida desde China, sino que era destejida y de nuevo tejida en los talleres de Cos, Sardes o Tiro, con el objeto de lograr adaptarla al gusto, calidad y diseño exigidos por los compradores del Imperio Romano. De manera que el comercio con el Oriente no sólo implicaba el sostenimiento de una gran actividad comercial, sino también de una fuerte actividad artesanal o fabril. Todo eso entrañaba riqueza y por supuesto, ingresos para Roma y sus arcas públicas; pero también, el gasto de mucho oro.
En efecto, Partia dominaba los caminos del comercio oriental de Roma y ésta debía de pagar grandes sumas en las aduanas partas; estas sumas y las que debían de entregarse a cambio de recibir las preciadas mercancías orientales, se abonaban en oro. Plinio el Viejo estimaba, allá por el año 75 d.C., que Roma enviaba a Oriente todos los años como pago por su comercio oriental, no menos de 100.000.000 de sestercios[44], esto es 4.000.000 de denarios de oro. Tan formidable salida de numerario desequilibraba las finanzas del Imperio y ponía en riesgo su seguridad, ya que buena parte de ese oro iba a parar como ya hemos dicho a las arcas arsácidas. De manera que los ejércitos del soberano parto estaban, en no poca medida, financiados por el oro romano. De hecho, los reyes partos necesitaban ese oro, ya que, enfrentados continuamente a las grandes familias iranias, dependían de los tributos de las ciudades y del oro de las aduanas para armar sus ejércitos y mantener su posición hegemónica frente a las otras grandes familias nobles del Irán.
Trajano se dispuso a acabar, con orden y habilidad, con aquella extraña y peligrosa situación. En primer lugar se enfrentó a Dacia. En dos guerras consecutivas entre sí e igualmente victoriosas[45], acabó con aquel peligro latente para la seguridad de las posesiones danubianas de Roma. Además, la posesión de Dacia traía consigo la de sus ricas minas de oro, y eso, en un momento en que las tradicionales fuentes romanas del precioso mineral las minas de oro de Hispania, Retia, Galia y Tracia comenzaban a agotarse y en el que el comercio oriental de lujos sangraba anualmente las reservas áureas del Imperio, era especialmente importante para Roma.
En segundo lugar, Trajano se dispuso a controlar todas las vías del comercio romano con el Oriente[46]. Y es que en sus días, al igual que a lo largo de toda la Antigüedad y de la Edad Media, existían cinco grandes vías comerciales que enlazaban el Mediterráneo y Europa con el Oriente más lejano, India y China[47]. Estas rutas eran:

1) la ruta central terrestre, la mítica y conocida Ruta de la seda. Se había abierto por mor de las conquistas chinas en Asia central durante los siglos II y I a.C. y consolidado con la aparición del Imperio kuchana y el afianzamiento en Oriente de Partia y Roma[48]. Por primera vez en la historia, cuatro grandes imperios, el romano, el parto, el kuchana y la China de los Han[49], controlaban todas las tierras civilizadas y agrícolas que, como un cinturón de civilización, se extendían entre el Atlántico y el Pacífico, dando con ello una seguridad y facilidad al comercio como nunca antes se había visto y como pocas veces después se vería. Fruto de esa seguridad y estabilidad de las rutas de comercio terrestre asiáticas, fue el que esta gran vía comercial, la Ruta de la seda, fuera en tiempos de Trajano la más utilizada por el comercio de lujo oriental. Arrancaba en Lo Yang, la capital de la China Han y desde allí, por las vías caravaneras que salían de China y del norte de la India, avanzaba por Asia central y se internaba en el Irán, para llegar a Mesopotamia y, subiendo por el Eúfrates o por Armenia, desembocar en las ciudades de la Siria romana.
2) la segunda ruta central era marítima y partía de los puertos indios de la desembocadura del río Indo, así como también y sobre todo, desde Barigaza (activo puerto marítimo en la costa india de Malabar) y Taprobana (nuestra Ceilán) para luego, costeando las costas de Gedrosia, Aracosia  y  Carmania, atravesar el estrecho de Ormuz y adentrarse en el Golfo Pérsico. Desde allí abordaba los puertos del sur de Mesopotamia, desde donde, uniéndose a la ruta central terrestre, alcanzaba al cabo y por tierra, la frontera romana.
3) la tercera vía comercial era la del norte, que en época de Trajano era la menos importante. Esta ruta atravesaba directamente desde China las estepas y montañas situadas al norte de los mares Aral, Caspio y Negro, para terminar su recorrido en los puertos griegos del reino greco-iranio del Bósforo cimerio, en las costas de Crimea y el Mar de Azov.
4) muy hacia el sur de allí se hallaban las rutas que, partiendo desde puertos egipcios del Mar Rojo, como Mos-Hormos, Arsinoe y Berenice, llevaba hasta el estrecho de Adén atravesando el Mar Rojo y desde allí, hasta Barigaza y Taprobana. Desde estos puntos salía no sólo el tráfico de los productos indios, sino también una parte considerable del chino, el cual llegaba por vía marítima a los puertos indios y cingaleses.
Esta ruta marítima, la única que estaba realmente abierta al comercio romano sin que éste tuviera que afrontar el pago de gravosas aduanas, había sido abierta por los navegantes del Egipto tolemaico, alrededor del año 100 a.C. cuando, al parecer, los navegantes lágidas descubrieron el comportamiento cíclico de los monzones y con ello, el arte de la navegación por el Océano Índico[50].
5) por último, el incienso, la mirra y una parte del comercio oriental y del África negra llegaban a Roma por vía terrestre y atravesando Arabia. Los comerciantes del sur de Arabia se hacían a la mar hasta India y traían desde allí sus productos y los de China, para, engrosándolos con su mirra e incienso y con  los marfiles, el oro, las pieles y maderas exóticas traídas por ellos desde la costa somalí y Abisinia, enviarlas por caravana, a través de los caminos del Hedjaz, hasta alcanzar Petra y Bostra. Estas ciudades pertenecían al reino de los árabes nabateos, los cuales extendían sus dominios sobre las tribus que habitaban, a lo largo de la frontera meridional del Oriente romano, desde el Mar Rojo hasta los arrabales de Damasco. Por supuesto, los nabateos cobraban cuantiosas sumas a los mercaderes romanos en concepto de aduana.

Como puede apreciarse a poco que se medite sobre las rutas de comercio de Roma y el Mediterráneo con el Oriente, Arabia y el África oriental en tiempos de Trajano, Roma sólo era independiente –comercialmente hablando– en una de las cinco rutas: la del mar Rojo; las otras cuatro eran dominadas por otros estados, bien por Partia, que controlaba directamente las dos rutas centrales, las más importantes; bien por el reino del Bósforo cimerio, o bien por el Reino nabateo.
Ya hemos señalado que Roma gastaba mucho en ese comercio con el Oriente y que no sólo era una cuestión de lujo y pompa para la economía del Imperio, sino que el comercio oriental era esencial en el mantenimiento de las ricas industrias de las ciudades sirias, minorasiáticas y egipcias. Muchas de esas ciudades dependían, si querían seguir siendo prósperas, del mantenimiento de ese comercio oriental y Roma dependía, a su vez y en no poca medida, de la prosperidad del Oriente. Era pues una auténtica cuestión de estado la que se presentaba ante cualquier gobernante romano que tuviera la sensatez y el arrojo de planteársela: la prosperidad y seguridad del Oriente romano y, por ende, de todo el Imperio, no sería completa, ni estable si no se lograba la independencia comercial de Roma frente a Partia.
Trajano tuvo esa sensatez y ese arrojo. Tras la primera guerra dacia, presionó de tal manera sobre el reino árabe de los nabateos que éstos no tuvieron más remedio que aceptar lo inevitable: la anexión de la Arabia nabatea por Roma. Con ello Trajano se hacía con el control de las rutas del incienso y de la mirra, con el monopolio de los productos africanos y con una nueva tajada del comercio oriental. De la misma manera que en el caso de los nabateos, los habitantes del reino del Bósforo cimerio, muy presionados en sus fronteras por los belicosos sármatas, se vieron obligados a aceptar la protección de Roma y con ello Trajano se hizo con el control de la ruta del norte.
En pocos años, Roma había pasado de tener un papel subordinado en el comercio oriental, a controlar tres de las cinco rutas de comercio con el Oriente. Pero aún quedaban las dos rutas centrales, las más importantes, que eran controladas por Partia. Ésta, tras la destrucción del reino dacio de Decébalo, era la única amenaza organizada y de entidad que podía ya inquietar a Roma. Comercio y seguridad estratégica hubiesen podido ser los lemas de Trajano, y se atuvo a ellos con fidelidad durante todo su reinado. Y así, con Armenia como pretexto, Trajano pasó a la ofensiva contra Partia. Ya tenía asegurada su retaguardia, pues Dacia y los nabateos habían sido neutralizados, y tenía también afirmada su posición económica, pues las minas de oro de Dacia le proporcionaban el oro que necesitarían sus legiones en Partia. Mientras que su reciente control sobre las rutas comerciales del norte y del sur con el Oriente aseguraba que el comercio de las ciudades de Egipto, Siria y Asia Menor no se viera afectado en exceso por el cierre de las rutas centrales de comercio con Oriente controladas por Partia.
No tenía nada que temer: en 113 conquistó Armenia y tras esto, ya en 114, inició la conquista del norte de la Mesopotamia partia. Luego y tras poner algo de orden y disciplina entre las levantiscas tribus árabes de la región, Trajano golpeó a Partia en su corazón económico: la Mesopotamia central y meridional. En el año 115, Ctesifonte y Seleucia del Tigris, las ciudades mayores del imperio rival, fueron tomadas por los romanos y los partos se vieron obligados a evacuar toda Mesopotamia y a refugiarse al otro lado del Tigris, en las estribaciones de los montes Zagros. Trajano, triunfador absoluto, se paseó por las calles de la debelada Ctesifonte y se llevó del palacio real arsácida el trono de oro en el que se sentaban sus reyes desde hacía trescientos años[51].
Todo parecía dispuesto para la gran victoria romana y Trajano organizó incluso las nuevas provincias romanas que debían de establecerse en los territorios armenios y mesopotámicos. Para no dejar lugar a dudas sobre cuáles eran algunos de los motivos esenciales que le habían movido a la guerra con Partia, Trajano planeó convertir al puerto de Charax, en la desembocadura de los ríos Eúfrates y Tigris en el golfo Pérsico, en el gran puerto romano del comercio con India y China. Pero el triunfo de Trajano se truncó en el momento crítico: los árabes del norte de Mesopotamia volvían a hostigar las rutas militares de las legiones y los señores feudales de la región (que comenzaban a percatarse de que el leve dominio de los partos era mucho más llevadero que la administración romana) se levantaban en sus feudos contra los romanos. La gran ciudad comercial de Hatra, en la Mesopotamia central, se alzó contra Trajano y éste fue a sitiarla. Los esfuerzos del asedio, las frustraciones ante las noticias que llegaban a su campamento y que le anunciaban de continuo nuevas sublevaciones, el alzamiento de los judíos en Cirene y Chipre, el aumento de los disturbios en Palestina y los renovados intentos partos por reorganizarse y marchar contra él, motivaron, junto con el tórrido clima de Hatra, que Trajano enfermara. Sucedía esto en el año 117 d.C. Exhausto y quebrado, Trajano emprendió el camino de la costa y fue a morir en Cilicia.
Su sucesor, Adriano (117-138 d.C.), decidió no proseguir la política de Trajano y se retiró de Mesopotamia. Éste consiguió para su imperio cuarenta años de paz en la frontera oriental, pero a cambio permitió la recomposición del Imperio arsácida y con ello preparó el camino para que, a partir del 160 d.C., Roma se viera precipitada al peor de los escenarios posibles, aquel que Trajano había intentado impedir con sus guerras en el Danubio y el Oriente: la guerra en dos frentes y a la par, contra enemigos formidables. En efecto, Marco Aurelio (161-180 d.C.) y su tiempo pagaron caras la paz de los días de Adriano y Antonino Pío, cuando sármatas, cuados y marcomanos esbozaron en el alto y medio Danubio lo que iba a ser para Roma el siglo de las primeras invasiones, el siglo III, precipitando al Imperio, por primera vez desde César, a una invasión en toda regla proveniente del norte. La crisis coincidió con una nueva guerra con la reconstruida Partia.
En efecto, el rey Vologese III de Partia se lanzó contra la frontera romana y la rebasó por completo. Tras duras batallas, los ejércitos partos pasaron el Eúfrates y conquistaron Siria, Palestina, Capadocia, Ponto, Cilicia y Galatia. De nuevo parecía posible para Partia renovar el añorado Imperio aqueménida de los días de Ciro y de Darío, aunque de nuevo se frustró dicho sueño. Una vez más, los ejércitos romanos llegaron desde Occidente y batieron a los partos, obligándoles a evacuar las provincias  orientales de Roma y a retroceder al otro lado de la frontera. No se detuvieron en el Eúfrates los ejércitos romanos, sino que, asolando Mesopotamia, llegaron a cruzar los Zagros e internarse en Media[52]. Pero en ese preciso momento de triunfo, la presión que sármatas, cuados y marcomanos ejercían en el alto Danubio, obligaron a Marco Aurelio a suspender la campaña oriental y a ofrecer a Vologese III un acuerdo de paz que, aunque garantizaba la supremacía romana en Oriente, en esencia dejaba las cosas en el mismo punto en donde habían quedado con Adriano.
El imperio logró salir airoso de la doble crisis, pero los esfuerzos realizados para lograr tal fin fueron tan costosos que, tras Marco Aurelio, comenzaron a resentirse las estructuras del principado romano. A partir de ahí, la tensión no paró de crecer en la frontera oriental romana. Aprovechando la guerra civil que siguió a la muerte del hijo y sucesor de Marco Aurelio, Cómodo (180-192 d.C.), Partia intervino en los asuntos de Roma y tanteó, una vez más, sus fronteras orientales. Su candidato al trono romano, Prescinio Níger, fue derrotado por Septimio Severo (193-211 d.C.) y éste se tomó cumplida venganza del apoyo parto a su rival. Tras reclutar tres nuevas legiones, Septimio Severo, en una serie de formidables maniobras, logró derrotar a los ejércitos partos, y tomar y saquear Seleucia del Tigris y Ctesifonte, las capitales partas en Mesopotamia. Severo tuvo que abandonar la baja Mesopotamia, pero no fue tan imprudente como Adriano y estableció el poder romano sobre la Mesopotamia del norte, llevando las fronteras romanas hasta el alto Tigris y asegurando así un colchón estratégico a sus provincias de Siria y Asia Menor[53].
Sin embargo las victorias de Septimio Severo tuvieron un inesperado y desastroso efecto para el Imperio Romano. Habían debilitado tanto el poder parto y desacreditado tanto a los arsácidas, que éstos, precipitados además a la vorágine de la guerra civil, fueron incapaces ya de controlar a sus reyes feudatarios. Uno de ellos, Artashir, rey de Parsa (actual Fars y antigua Pérside o Parsis), se levantó contra la soberanía arsácida, en torno al año 208 y aprovechando los problemas internos de Partia y que la atención del rey de reyes arsácida estaba de nuevo en su frontera romana (pues el hijo de Septimio Severo, Caracalla, creyéndose un nuevo Alejandro, deseaba conquistar Partia[54]), se lanzó a expandir su pequeño reino a costa de los demás reyes feudatarios de Partia.
Artashir sería el fundador de la dinastía sasánida y con él cambiaron, radicalmente y para siempre, los destinos y la historia de Persia, Roma y el Oriente. De súbito y a partir de 224 d.C., cuando Artashir derrotó severamente a los arsácidas partos, Roma se vio ante lo que un reciente y afamado historiador ha denominado como “una superpotencia militar”[55], es decir, un rival con suficiente capacidad militar como para derrotar y aniquilar la hegemonía romana sobre los pueblos del Mediterráneo.
Partia había sido siempre una posibilidad amenazante; la Persia Sasánida iba a ser una realidad temible y para poder afrontarla como se vio en la introducción de nuestro trabajo y tal y como han demostrado autores como Peter Heather[56] Roma tuvo que transformarse por completo. Así fue como Roma se transformó en la Romania y en esa transformación, la Persia de los sasánidas fue el factor desencadenante y decisivo. Parafraseando a Henri Pirenne: sin Artashir y Shapur no hubiesen sido posibles Diocleciano y Constantino. De ahí que el estudio de la Persia Sasánida sea indispensable para todo aquel que quiera conocer realmente la historia del Imperio Romano entre los siglos III y VII.



[1] El término “ario” se usa aquí en el sentido que le daban los pueblos del Irán y del noroeste de la India; un sentido que está por completo desvinculado de las perniciosas connotaciones ideológicas, políticas y raciales de las que se vio dotado por el nacionalismo germánico de fines del siglo XIX e inicios del XX, y por el nazismo alemán de las décadas de los treinta y los cuarenta del mismo siglo. Para los habitantes del Irán (el antiguo, el medieval y el moderno), ellos son los “arya” (los arios), y para ellos son igualmente “aniran” (no arios) un alemán, un griego, un etíope, un turco o un árabe. “Arya”, ario, definía en el mundo aqueménida, arsácida y sasánida a los integrantes de los pueblos iranios, y en ese sentido será usado en el presente trabajo. En los años 30 del siglo XX, cuando Reza Pahlehvi transformó el nombre de su país, Persia, en el del actual Irán, buscaba reivindicar, ante todo, su glorioso pasado y asegurar su posición frente a las potencias y territorios árabes y turcos que lo rodeaban; de paso, intentaba congraciarse también con la Alemania nacionalsocialista de Adolfo Hitler y atraerse su protección y apoyo frente a la Rusia soviética y al Imperio Británico. Sólo en esa coyuntura política tan complicada, el término “arya”, ario, fue usado en Irán con las mismas pretensiones y formas en que estaba siendo usado en la Alemania de su tiempo.
[2] Christensen, A., L’Iran…, op. cit., pp. 15-20. La inscripción de Darío en Beistún puede consultarse en: Nelson, R., The History of Ancient Iran, Munich, 1984, pp. 363-368; la de Naqsh-i-Rustam, parcialmente traducida al español, en: Bengtson, H., Griegos y Persas.., op. cit., p. 16.
[3] Heródoto: VII,62. Schrader, C., Herodoto, Historia, libro VII. Madrid, 2000.
[4] Diodoro de Sicilia: I, 94,2. Parreu Alasá, F., Diodoro de Sicilia, Biblioteca Histórica, libros I-III. Madrid, 2001.
[5] Otro ejemplo de corriente espiritual musulmana influida por el pensamiento religioso de la antigua Persia la tenemos en el sufismo, tan influido por la mística y la gnosis irania. Vid. Christensen, A., L’Iran…, op. cit., p. 43
[6] Irán constituye (junto con Egipto y el antiguo régimen iraquí de Sadam Hussein) una de las pocas naciones islámicas interesadas en la historia y cultura de su nación antes de la llegada del Islam. Pero lo que en Egipto e Irak es interés, en el Irán actual es pasión. El gobierno financia anualmente estudios y excavaciones para poner en valor su pasado preislámico del que hace gala en el exterior con continuas exposiciones. Una muestra concreta de este interés, aún de las más altas instancias de la República Islámica del Irán, la da la entrevista que dio su Vicepresidente con ocasión de las celebraciones en Irán del nacimiento del poeta Ferdusi: “El Vicepresidente de Irán habla de la épica narrada en el Shanameh como de una resistencia del pueblo persa ante la injusticia” (Teherán, Irán. IRNA. 17 de mayo de 2007). En esa entrevista, el Vicepresidente no se recataba, pese a su islamismo, en mostrar la pasada grandeza de su pueblo, su radical oposición a todo lo árabe y el orgullo que sentía por pertenecer a una nación que -según presumía- “se islamizó, pero no se arabizó”. Otra prueba del apego del actual Irán a su pasado preislámico lo vemos en el aprecio que los iraníes (autoridades religiosas incluidas) tienen por los Jhurganes, literalmente “casas de la fuerza”, una especie de gimnasios tradicionales que eran ya populares en la Persia sasánida y en donde los iraníes se ejercitan como lo hicieron los antiguos caballeros sasánidas. Por si fuera poco, los actuales iraníes practican estos ejercicios al ritmo de los versos de su epopeya nacional, el Libro de los reyes, escrito por Ferdusi hacia el año 1000, en el que se habla continuamente de los dioses, los héroes y las hazañas de los viejos días paganos, y en el que Ferdusi, un persa musulmán, no se recató en llamar a los ejércitos de Mahoma y de los venerados califas Abu Bark y Omar: “ejércitos de las tinieblas”.
[7] Hoy día la llamada hipótesis de los kurganes, esbozada por la arqueóloga e historiadora soviética Marija Gimbutas, es la más generalmente aceptada como modelo explicativo de la formación de los pueblos de lengua indoeuropea y de su posterior expansión y dispersión. Pueden consultarse numerosos trabajos sobre la hipótesis de los kurganes en Dexter, A.R., Jones-Bley, K., The Kurgan Culture and the Indo-Europeanization of Europe: Selected Articles From 1952 to 1993. Washington, 1997. También es de interés la obra de F. Villar,  Los indoeuropeos y los orígenes de Europa. Madrid, 1996, con una síntesis de los trabajos más señalados de los últimos años. En cuanto a la formación de los pueblos indoiranios y sus migraciones hacia el Irán y la India, vid.: Arce, J., Bajo el palio del gran rey, Historias del Viejo Mundo. Madrid, 1994, pp. 14-28; Hambly, G., Asia Central. Madrid, 1985, pp. 20-37; Bacon, E., “Un puente entre dos mundos. Nuevos conocimientos acerca del primitivo Afganistán”, en Historia de las Civilizaciones, Civilizaciones extinguidas. Barcelona, 1992, pp. 251-278. Hoy día la hipótesis de que los indoiranios llegaron al Irán y a la India a través del Cáucaso, está en declive.
[8] Para la fuerte influencia de Urartu en el reino medo y en el Imperio Persa aqueménida, vid. Phillips, E.D., “Antiguos pueblos de las montañas. Las culturas desaparecidas de Luristán, Manía y Urartu”, en Historia de las Civilizaciones, Civilizaciones extinguidas..., op. cit., pp. 221-250.
[9] Sobre la llegada de los protoarmenios a la región del Ararat, su aculturación por los urarteos y hurritas nativos,  su sometimiento por los medos y el posterior nacimiento de Armenia bajo dominio de Ciro y de Darío vid. De Encausse, G., Armenia, un caso de transmutación y supervivencia en especial, pp. 1-7. http://www.imperiobizantino.com.
[10] Para la historia de Media hasta la conquista de Ciro en 550 a.C. vid. Gershevitch, I. “The Median and Achaemenian Periods”, en The Cambridge History of Iran, Cambridge, 1985, vol. 2; Arce, J., Bajo el palio del gran rey..., op. cit., pp. 14-28; Bengtson, H., Griegos y Persas.., op. cit., pp. 2-24; Hicks, J., Orígenes del Hombre, Los Persas (I). Barcelona, 1994, vol. 35.
[11] La cronología y conexiones familiares de los reyes medos y persas antes del ascenso de Ciro II el Grande son bastante confusas y discutidas. Si se comparan los datos de Herodoto con los de los relatos asirios y la llamada Crónica de Nabonido, únicos testimonios contemporáneos que poseemos del tiempo de la caída de los medos y del ascenso de Ciro el Grande, se puede aclarar un poco la confusión. Así se puede establecer que Ciro I (abuelo de Ciro el Grande) era rey de Anshán hacia 657 a.C., pues en esta fecha aparece ya como aliado de Asurbanipal contra Babilonia, ciudad sublevada contra el rey asirio. Curauku (como es llamado en los textos asirios Ciro I) reaparece en 639 a.C. como vasallo y aliado de Asurbanipal, a quien envía una embajada con tributos. Sabemos además, que Ciro I se pasó al bando medo hacia 620 a.C. y que estaba vivo cuando la batalla de Karkemish. En base a esto se establece que el reinado de Ciro I se extiende entre 657 y 600 a.C., mientras que su hijo Cambises I reinaría entre 600 y 559 a.C. Ahora bien, sabemos que Ciro el Grande nació hacia el año 600 a.C., siendo la única fecha medianamente segura que tenemos al respecto. Por tanto nos parece lógico aceptarla, dado que no contradice la cronología general de su vida. En todo caso, la mayoría de los historiadores actuales colocan el nacimiento de Ciro II el Grande entre el 600 a.C. y el 590 a.C. Pero, si se aceptan estas fechas, Ciro no pudo ser -como afirma Herodoto- nieto de Astiages, rey de Media, ni su madre, Mandana, hija de ese rey medo y de la princesa Lidia Ariarnis; Astiages no contrajo matrimonio con Ariarnis antes del año 585 a.C., lo que hace imposible que una hija suya fuese la madre de Ciro, quien, en los días de la boda de su pretendido abuelo (es decir, cuando Mandana, la madre de Ciro aún no había sido ni tan siquiera concebida) era ya un niño o un mocetón de cinco a quince años. Por lo tanto y desde hace tiempo, se viene cuestionando el relato de Herodoto, y considerando la Crónica de Nabonido se suele aceptar que fue Ciaxares y no Astiages el abuelo materno de Ciro y que la madre de éste, Mandana, era la hija de Ciaxares y la hermana de Astiages, y no la hija de este último; que por lo tanto, Astiages era realmente el tío de Ciro y no su abuelo. Ciro casaría hacia el 565 a.C. con Casangana, una hija de Astiages, por lo que estaba doblemente unido a la casa real meda, ya que era sobrino y yerno del rey medo Astiages, y nieto del gran rey Ciaxares
[12] Sobre el desarrollo de las técnicas hidráulicas y de irrigación en el antiguo Irán, vid.: Goblot, H., “Dans l’ancien Iran, les techniques de l’eau et la grande histoire”, Annales: économies, sociétés, civilisations, 18 (1962), p. 499 y ss.; sobre la influencia de las técnicas hidráulicas y de regadío persas en la agricultura árabe: Bosworth, C. E., “Some remarks on the terminology of irrigation practices and hydraulic constructions in the eastern Arab and Iranian worlds in the third-fifth centuries” en, The Arabs, Byzantium and Iran. Studies in Early Islamic History and Culture.  Aldershot y Burlingtor, 2002, pp. 78-85. (yo lo encuentro como Variorum Collected Studies Series (junio, 1996), vol.529.. Ver el del centro. 



[13] Así lo vemos en una carta dirigida al emperador Constancio II en 360 d.C. [Amiano Marcelino: XVII.5.14]. Harto Trujillo, M.L., Amiano Marcelino, Historia. Madrid, 2002. Shapur II recordaba al soberano romano que: El poderío de mis antepasados se extendió hasta el río Estrimón y los confines de la Macedonia... y son ellos los que reivindico para m. Es decir, casi novecientos años después de que Darío I hubiese sometido Tracia y los confines de Macedonia, un rey persa sasánida que se consideraba su sucesor, reivindicaba sus conquistas para sí. Doscientos cincuenta años más tarde, Cosroes II, en una carta dirigida al emperador Heraclio en 622 d.C. [Sebeos: 79-80] exigía que el emperador de la Romania le devolviera unos territorios y unas rentas: agotas mi tesoro que está entre tus manos, le recriminaba el rey persa a Heraclio, aludiendo a que sólo él tenía derecho a ellos como sucesor de los Aqueménidas. Para Cosroes II, Heraclio no pasaba de ser un mero jefe de bandidos que le había arrebatado una parte de lo que era suyo por derecho y por lo tanto, la guerra que Cosroes II mantenía contra la Romania era una guerra de restauración de los territorios que antaño les habían pertenecido. Los sasánidas siempre reclamaron ser descendientes de Vistaspa, padre de Darío I Aquemenes. La carta de Cosroes II a Heraclio comienza así: Cosroes, querido por los dioses, amo y rey de toda la tierra, hijo del gran Ahura Mazda, a nuestro servidor, imbécil e ínfimo, Heraclio. Al no querer aceptar ser mi servidor, te nombras amo y rey, y agotas mi tesoro que está entre tus manos. Engañas a mis servidores y, reuniendo tus tropas de bandidos, no me dejas descanso. ¿No es verdad que he aniquilado a los griegos? Y tú pretendes contar con tu Dios. ¿Por qué no ha preservado de mis manos Cesarea, Jerusalén y la gran Alejandría? Incluso ahora ¿no sabes que he sometido tierra y mar? ¿Y crees que Constantinopla es la única que no será dominada por mí? Pero te perdono por todos tus errores. ¡Vamos! Coge a tu mujer y a tus hijos. Ven aquí y te daré granjas, viñas y olivos con los que vivirás y te trataremos amistosamente….
[14] Por ejemplo, el hermano del ilustre poeta Arquíloco, mercenario como él, luchó en las guerras entre Asiria y Babilonia en las que, según unos versos de su hermano, se enfrentó a un gigantesco soldado babilonio de cinco codos (2.45 m de altura) al que dio muerte.
[15] Gracias a los “graffiti” dejados por los trabajadores que trabajaron en la construcción de la tumba de Ciro en Pasargarda, sabemos que muchos de ellos eran jonios. Una descripción de la tumba de Ciro en Keller, W., Y la Biblia tenía razón. Barcelona, 1991, p. 282. La inscripción de la tumba era la siguiente: Tú, quienquiera que seas y vengas, cuando vengas, pues estoy seguro de que vendrás... Yo soy Ciro, el que conquistó su reino a los persas. No envidies este pedazo de tierra que cubre mi cuerpo.
[16] La política de tolerancia de Ciro con los pueblos sometidos a su imperio fue una auténtica revolución en su tiempo. Puede verse cómo encajaba esa política en el pensamiento del propio Ciro en un documento que dejó, el llamado “Cilindro de Ciro”, en el que narra su conquista de Babilonia. Este documento fue proclamado por la ONU como la primera declaración universal de los derechos humanos y traducido a seis lenguas. Una traducción española parcial del cilindro de Ciro en Keller, W., Y la Biblia..., op. cit., pp. 280-285; el texto íntegro en inglés en http://www.kchanson.com/ANCDOCS/meso/cyrus.html. Acerca de la trascendencia de Ciro en la historia del pueblo de Israel vid. Keller, W., Y la Biblia.., op. cit., pp. 280-285. Por lo demás, Ciro fue un modelo para el rey sasánida Cosroes II, cuyo nombre tomaría de éste. Así, cuando Cosroes II tomó Jerusalén (614) los judíos vieron en él una reencarnación del viejo Ciro, la viviente reaparición del nuevo Mesías gentil que venía a liberarlos de la tiranía de la nueva Babilonia, la Romania. Cosroes también lo creía así; por eso, después de la toma de Jerusalén, dio autorización a los judíos que le habían ayudado a tomar la ciudad, para que reconstruyeran el templo. Al respecto de esto último vid: Vallejo, M., “Miedo bizantino: las conquistas de Jerusalén y la llegada del Islam”, http://www.margaritavallejo.com/publicaciones_antiguedadtardia.htm .; Dagron, G. y Deroche,  V., “Doctrina Jacobi...”, op. cit.; Horowitz, E., “The Vengeance of the Jews Was Stronger Than Their Avarice: Modern Historians and the Persian Conquest of Jerusalem in 614”, Jewish Social Studies, 4.2 (1998); Alba Cecilia, A., “El Libro de Zorobabel”, Sefarad, 61.2 (2001), pp. 243-258.
[17] No se sabe a ciencia cierta cuándo sometió Ciro el Irán oriental, pero dado que Herodoto menciona a contingentes de sogdianos, partos y bactrianos en las luchas de Ciro contra Creso de Lidia (es decir, en 547 a.C.) es de suponer que para esa fecha los pueblos del Irán oriental ya estaban sometidos a Ciro. Puesto que la guerra contra Astiages de Media le ocupó los años 553-550 a.C. y no se sintió seguro de su posición en Media hasta 549 a.C., es lógico pensar en una conquista del Irán oriental con anterioridad al 553 a.C.
[18] La historia de Persia en los tiempos de Ciro II, de Darío y de sus inmediatos sucesores, en: Brosius, M, “The Persian Empire from Cyrus II to Artaxerxes I”. Association of Classical Teachers, 16 (Londres  2000); Gershevitch, I., “The Median and Achaemenian Periods”. The Cambridge History of Iran, Cambridge, 1985, vol. II. En español pueden consultarse: Arce, J., Bajo el palio del gran rey..., op. cit., pp. 28-65, y Hicks, J., Orígenes del Hombre, Los Persas (I) y (II)..., op. cit., vol. 36.
[19] Para la historia de las relaciones entre griegos y persas, sigue siendo indispensable la lectura de Bengtson, H., Griegos y Persas..., op. cit.
[20] Una visión panorámica de la  religión en la antigua Persia, valorando las aportaciones, zoroástricas, helenísticas, judaicas, gnósticas, cristianas, budistas, histéricas y maniqueas, en Christensen, A., L’Iran…, op. cit., pp. 30-44.
[21] Puede consultarse su traducción inglesa en Nelson, R., The History of Ancient Iran.., op. cit., pp. 363-368.
[22] La inscripción de Shapur I en: Nelson Frye, R., “Res Gestae Divi Saporis”, en The History of Ancient  Iran. Munich, 1984, pp. 371-373.
[23] Este cuerpo de élite sasánida fue creado en los primeros tiempos del Imperio, quizás por Artashir I o, como muy tarde, por su hijo Shapur I, y era una emulación de los “inmortales” aqueménidas. El comandante de este cuerpo de caballería pesada era el Varthragh-Nighan Khvadhay. Vid. Farrokh, K., Sassanian Elite Cavalry.., op. cit., p. 29.
[24] La valoración más objetiva de su biografía y de sus logros político-militares, junto con nuevos datos y enfoques, han permitido que Alejandro ocupe de nuevo el sitio que se merece en la historia universal, como uno de los hombres más decisivos. Vid. Hammond, N., El genio de Alejandro Magno. Barcelona, 2004, obra que seguimos en lo concerniente a las relaciones de Alejandro con los persas.
[25] Para el dominio seleúcida sobre Persia vid. Yarshater, E., “The Seleucid, Parthian and Sassanid Periods”. The Cambridge History of Iran, Cambridge, 1983, vol. 3; Grimal, P., El Helenismo y el auge de Roma: el mundo mediterráneo en la Edad Antigua. Madrid, 1990.
[26] Sobre la colonización griega de Asia vid. Domínguez Monedero, A., “Colonos y soldados en el Oriente Helenístico”. Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, H. Antigua, 7 (1994), pp. 453-478.
[27] Heraclio pretendía emparentar con la casa real de los Arsácidas partos para asegurar su dominio sobre Armenia, dar lustre a su estirpe y justificar sus intervenciones en la política interior del Imperio Sasánida, lo que queda reflejada en Sebeos: pp. 144-145. Son muy interesantes al respecto los trabajos de Irfan Shaid, “The Iranian factor in Byzantium during the reign of Heraclius”, DOP, 26 (1972); Toumanoff, C., “The Heraclids and the Arsacids”. Revue des études arméniennes, 19 (1985), pp. 431-434.
[28] Para la Partia arsácida vid. Yarshater, E., “The Seleucid...”, op. cit., vol. 3; Arce, J., Bajo el palio del gran rey.., op. cit., pp. 66-91
[29] Lozano, A., “La presencia griega en el Medio Oriente: sus consecuencias políticas y culturales” Historia: Questões & Debates, 41 (2004), pp. 11-44.
[30] Acerca de la historia del reino greco-bactriano vid. Yarshater, E., “The Seleucid...”, op. cit., pp. 186-190.
[31] Puede verse un resumen del origen y la historia del Imperio Kuchana en: Yarshater, E., “The Seleucid....”, op. cit., pp. 190-208; Embree, A., Wilhelm, F., India, Historia del subcontinente desde las culturas del Indo hasta el comienzo del dominio inglés. Madrid, 1981, pp. 83-96.
[32] Al respecto de estas instituciones, que se asemejan un tanto a las asambleas de nobles y obispos del reino polaco-lituano de los siglos XVI y XVII, vid. Christensen, A., L’Iran…, op. cit., p. 20.
[33] Estas grandes familias, algunas de las cuales remontaban sus orígenes al comienzo del Imperio Aqueménida y aún más allá, ostentaban los principales puestos civiles y militares del Imperio Parto y siguieron haciendo lo mismo en época sasánida. Así, si los Suren y los Karen ostentan con los arsácidas de Partia los puestos más relevantes como grandes generales de sus ejércitos contra Roma, en tiempos de los sasánidas, sus miembros siguen ocupando los mismos preeminentes lugares, de forma tan reiterada que los autores romanos y bizantinos, llegaron a creer que Suren, Karen o Mihran no eran nombres de grandes familias sino títulos de los jefes militares más destacados de los partos y de los sasánidas. Vid. Christensen, A., L’Iran…, op. cit., p. 20; Farrokh, K., Sassanian Elite Cavalry.., op. cit., pp. 4-6.
[34] Una magnífica síntesis de las relaciones de Roma con Partia puede verse en: Mila, F., El Imperio Romano y sus pueblos limítrofes: el mundo Mediterráneo en la Edad Antigua. Madrid, 2000.
[35] Sobre la guerra macedonia y la batalla de Cinoscéfalos vid. Goldsworthy, A., Grandes generales..., op. cit., pp. 69-110.
[36] Puede seguirse todo el proceso en Grimal, P., El Helenismo..., op. cit. 
[37] El mejor trabajo sobre Mitrídates y sus guerras con Roma es sin duda el de Ballesteros Pastor, L., Mitrídates VI Eupátor. Granada, 1996.
[38] Para las guerras de Pompeyo en Oriente y su preludio luculiano, vid. Goldsworthy, A., Grandes generales.., op. cit., pp. 167-210.
[39] Hernández de la Fuente, D., Vidas Paralelas, Lisarso-Lisa; Cimon-Luculo; Nicias-Craso. Madrid, 2007, t. V.
[40] Para la batalla de Carras vid.  Weir, W., 50 batallas..., op. cit., pp. 216-223.
[41] Farrokh, K., Sassanian Elite Cavalry.., op. cit., pp. 4-6; Christensen, A., L’Iran…, op. cit., p. 20 y ss.
[42] Ranz Romanillos, A. , Vidas paralelas de Plutarco. Madrid, 1821-1830, cap. VII.
[43] Sobre las campañas de Corubulón en Armenia vid. Goldsworthy, A., Grandes generales..., op. cit., pp. 307-338
[44] Plinio, Historia natural: XII,41,84.
[45] Para las guerras dacias de Trajano vid. Goldsworthy, A., Grandes generales..., op. cit., pp. 369-390; Lago, J. I., Trajano, las campañas de un emperador hispano. Madrid, 2008, pp. 62-78.
[46] Acerca del comercio romano con el Oriente y sus implicaciones políticas y militares, vid. Boulnois, L. La ruta de la seda. Barcelona, 1967, pp. 31-132 y Herrman, P., Historia de los descubrimientos geográficos. América, África y el Pacífico. Barcelona, 1967.
[47] El mejor estudio sobre las relaciones entre el gran comercio con Oriente y la política imperial romana es el de Young, G., Rome's Eastern Trade: International Commerce and Imperial Policy, 31 BC-AD 305, Routledge, 2001.
[48] Pirenne J., Historia Universal, La era de los imperios. Barcelona, 1968, vol. 2, mapa nº 3.
[49] Acerca de las guerras de Trajano contra Partia vid. Le Gall, J., Glay, M., El Imperio Romano. El Alto Imperio, desde la batalla de Actium hasta la muerte de Severo Alejandro (31 a.C.-235 d.C.). Madrid, 1995, pp. 363-370; Lago, J. I., Trajano..., op. cit., pp. 79-89.
[50] A estos tiempos pertenece el famoso Periplo del Mar Eritreo, auténtica guía de comercio y navegación que detalla la ruta del mar Rojo hacía la India. Vid. Schoff, W.H, The Periplus of the Erythraean Sea: Travel and Trade in the Indian Ocean by a Merchant of the First Century, Londres, Bombay y Calcuta, 1912.
[51] El trono de oro tomado por Trajano a los partos en Ctesifonte era uno de los atributos reales del Rey de reyes parto; de ahí su importancia simbólica. Los otros dos atributos reales eran la larga tiara de piedras preciosas y perlas, y la cama o lecho de oro. Vid. Christensen, A., L’Iran…, op. cit., p. 26.
[52] Sobre las guerras de Marco Aurelio contra Partia, los sármatas, cuados y marcomanos vid. Le Gall, J., Glay, M., ElImperio Romano..., op. cit.,  pp. 414-423.
[53] Para las campañas contra Partia de Septimio Severo vid. Le Gall, J., Glay, M. El imperio romano..., op. cit., pp. 449-452; 476-478.
[54] Sobre las pretensiones de Caracalla de ser un “nuevo Alejandro” y sobre el imprevisto desenlace que esas pretensiones tuvieron vid. Bancalari Molina, A., “Relación entre la constitutio antoniniana y la imitatio alexandri de Caracalla”. Rev. de Estudios histórico-jurídicos, 22 (Valparaíso, 2000).
[55] Heather, P., La caída del imperio romano..., op. cit., pp. 90-94.
[56] Ibídem, pp. 87-96.